Page 99 - Un-mundo-feliz-Huxley
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En aquel momento Bernard había soltado la noticia: el Salvaje no asistiría
                  a la fiesta.
                        Lenina experimentó súbitamente todas las sensaciones que se observan al
                  principio de un tratamiento con sucedáneo de Pasión Violenta: un sentimiento
                  de horrible vaciedad, de aprensión, casi de náuseas. Le pareció que el corazón
                  dejaba de latirle.
                        —Realmente es un poco fuerte —decía la Maestra Jefe de Eton al director
                  de Crematorios y Recuperación del Fósforo—. Cuando pienso que he llegado a…
                        —Sí  —decía  la  voz  de  Fanny  Crowne—,  lo  del  alcohol  es  absolutamente
                  cierto. Conozco a un tipo que conocía a uno que en aquella época trabajaba en el
                  Almacén de Embriones. Éste se lo dijo a mi amigo, y mi amigo me lo dijo a mí…
                        —Una  pena,  una  pena  —decía  Henry  Foster,  compadeciendo  al
                  Archichantre  Comunal—.  Puede  que  le  interese  a  usted  saber  que  nuestro  ex
                  director estaba a punto de trasladarle a Islandia.
                        Atravesado por todo lo que se decía en su presencia, el hinchado globo de
                  la autoconfianza de Bernard perdía por mil heridas. Pálido, derrengado, abyecto
                  y  desolado,  Bernard  se  agitaba  entre  sus  invitados,  tartamudeando  excusas
                  incoherentes, asegurándoles que la próxima vez el Salvaje asistiría, invitándoles
                  a sentarse y a tomar un bocadillo de carotina, una rodaja de pâtè de vitamina A,
                  o  una  copa  de  sucedáneo  de  champaña.  Los  invitados  comían,  sí,  pero  le
                  ignoraban; bebían y lo trataban bruscamente o hablaban de él entre sí, en voz
                  alta y ofensivamente, como si no se hallara presente.
                        —Y ahora, amigos —dijo el Archichantre de Canterbury, con su hermosa y
                  sonora voz, la voz en que conducía los oficios de las celebraciones del Día de
                  Ford—, ahora, amigos, creo que ha llegado el momento…
                        Se  levantó,  dejó  la  copa,  se  sacudió  del  chaleco  de  viscosa  púrpura  las
                  migajas de una colación considerable, y se dirigió hacia la puerta.
                        Bernard se lanzó hacia delante para detenerle.
                        —¿De verdad debe marcharse, Archichantre…? Es muy temprano todavía.
                  Yo esperaba que…
                        ¡Oh,  sí,  cuántas  cosas  había  esperado  desde  el  momento  que  Lenina  le
                  había  dicho  confidencialmente  que  el  Archichantre  Comunal  aceptaría  una
                  invitación si se la enviaba! ¡Es simpatiquísimo! Y había enseñado a Bernard la
                  pequeña cremallera de oro, con el tirador en forma de T, que el Archichantre le
                  había regalado en recuerdo del fin de semana que Lenina había  pasado en la
                  Cantoría Diocesana. «Asistirán el Archichantre Comunal  de Canterbury y Mr.
                  Salvaje».  Bernard  había  proclamado  su  triunfo  en  todas  las  invitaciones
                  enviadas.  Pero  el  Salvaje  había  elegido  aquella  noche,  precisamente  aquella
                  noche, para encerrarse en su cuarto y gritar: «Háni!», y hasta (menos mal que
                  Bernard  no  entendía  el  zuñí) «Sons  éso  tse-ná!» Lo  que  había  de  ser  el
                  momento  cumbre  de  toda  la  carrera  de  Bernard  se  había  convertido  en  el
                  momento de su máxima humillación.
                        —Había  confiado  tanto  en  que…  —repetía  Bernard,  tartamudeando  y
                  alzando los ojos hacia el gran dignatario con expresión implorante y dolorida.
                        —Mi  joven  amigo  —dijo  el  Archichantre  Comunal  en  un  tono  de  alta  y
                  solemne severidad; se hizo un silencio general—. Antes de que sea demasiado
                  tarde.  Un  buen  consejo.  —Su  voz  se  hizo  sepulcral—.  Enmiéndese,  mi  joven
                  amigo, enmiéndese.
                        Hizo la señal de la T sobre su cabeza y se volvió.
                        —Lenina, querida —dijo en otro tono—. Ven conmigo.
                        Arriba, en su cuarto, el Salvaje leía Romeo y Julieta.
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