Page 103 - Un-mundo-feliz-Huxley
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dos nombres para una sola naturaleza,
                                que ni dos ni una podía llamarse.
                                La razón, en sí misma confundida,
                                veía unirse la división…

                        —¡Orgía-Porfía!  —gritó  Bernard,  interrumpiendo  la  lectura  con  una  risa
                  estruendosa,  desagradable—.  Parece  exactamente  un  himno  del  Servicio  de
                  Solidaridad.
                        Así se vengaba de sus dos amigos por el hecho de apreciarse más entre sí
                  de lo que le apreciaban a él.
                        Sin embargo, por extraño que pueda parecer, la siguiente interrupción, la
                  más desafortunada de todas, procedió del propio Helmholtz.
                        El  Salvaje  leía  Romeo  y  Julieta  en  voz  alta,  con  pasión  intensa  y
                  estremecida (porque no cesaba de verse a sí mismo como Romeo y a Lenina en
                  el lugar de Julieta). Helmholtz había escuchado con interés y asombro la escena
                  del  primer  encuentro  de  los  dos  amantes.  La  escena  del  huerto  le  había
                  hechizado  con  su  poesía;  pero  los  sentimientos  expresados  habían  provocado
                  sus sonrisas. Se le antojaba sumamente ridículo ponerse de aquella manera por
                  el solo hecho de desear a una chica. Pero, en conjunto, ¡cuán soberbia pieza de
                  ingeniería emocional!
                        —Ese viejo escritor —dijo— hace aparecer a nuestros mejores técnicos en
                  propaganda como unos solemnes mentecatos.
                        El Salvaje sonrió con expresión triunfal y reanudó la lectura. Todo marchó
                  pasablemente  bien  hasta  que,  en  la  última  escena  del  tercer  acto,  los  padres
                  Capuleto empezaban a aconsejar a Julieta que se casara con Paris. Helmholtz se
                  había  mostrado  inquieto  durante  toda  la  escena;  pero  cuando,  patéticamente
                  interpretada por el Salvaje, Julieta exclamaba:

                                ¿Es que no hay compasión en lo alto de las nubes
                                que lea en el fondo de mi dolor?
                                ¡Oh, dulce madre mía, no me rechaces!
                                Aplaza esta boda por un mes, por una semana,
                                o, si no quieres, prepara el lecho de bodas
                                en el triste mausoleo donde yace Tibaldo.

                        Cuando  Julieta  dijo  esto,  Helmoltz  soltó  una  explosión  de  risa
                  irreprimible.
                        ¡Una madre y un padre (grotesca obscenidad) obligando a su hija a unirse
                  con quien ella no quería! ¿Y por qué aquella imbécil no les decía que ya estaba
                  unida  con  otro  a  quien,  por  el  momento  al  menos  prefería?  En  su  indecente
                  absurdo,  la  situación  resultaba  irresistiblemente  cómica.  Helmholtz,  con  un
                  esfuerzo heroico, había logrado hasta entonces dominar la presión ascendente
                  de su hilaridad; pero la expresión «dulce madre» (pronunciada en el tembloroso
                  tono  de  angustia  del  Salvaje)  y  la  referencia  al  Tibaldo  muerto,  pero
                  evidentemente no incinerado y desperdiciando su fósforo en un triste mausoleo,
                  fueron demasiado para él. Rió y siguió riendo hasta que las lágrimas rodaron
                  por sus mejillas, rió interminablemente mientras el Salvaje, pálido y ultrajado,
                  le miraba por encima del libro hasta que, viendo que las carcajadas proseguían,
                  lo cerró indignado, se levantó, y con el gesto de quien aparta una perla de la
                  presencia de un cerdo, lo encerró con llave en su cajón.
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