Page 94 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Tal vez será mejor que sigamos —dijo Miss Keatte.
                        Y se dirigió hacia la puerta.
                        Un momento más tarde, el Preboste dijo:
                        —Ésta es la sala de Control Hipnopédico.
                        Cientos  de  aparatos  de  música  sintética,  uno  para  cada  dormitorio,
                  aparecían alineados en estantes colocados en tres de los lados de la sala; en la
                  cuarta pared se hallaban los agujeros donde debían colocarse los rollos de pista
                  sonora en los que se imprimían las diversas lecciones hipnopédicas.
                        —Basta colocar el rollo aquí —explicó Bernard, interrumpiendo al doctor
                  Gaffney—, pulsar este botón…
                        —No, este otro —le corrigió el Preboste, irritado.
                        —O este otro, da igual. El rollo se va desenrollando. Las células de selenio
                  transforman los impulsos luminosos en ondas sonoras, y…
                        —Y ya está —concluyó el doctor Gaffney.
                        —¿Leen  a  Shakespeare?  —preguntó  el  Salvaje  mientras  se  dirigían  hacia
                  los laboratorios Bioquímicos, al pasar por delante de la Biblioteca de la Escuela.
                        —Claro que no —dijo la Maestra Jefe, sonrojándose.
                        —Nuestra Biblioteca —explicó el doctor Gaffney— contiene sólo libros de
                  referencia.  Si  nuestros  jóvenes  necesitan  distracción  pueden  ir  al  sensorama.
                  Por principio, no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias.
                        Cinco  autocares  llenos  de  muchachos  y  muchachas  que  cantaban  o
                  permanecían  silenciosamente  abrazados  pasaron  por  su  lado,  por  la  pista
                  vitrificada.
                        —Vuelven del Crematorio de Slough —explicó el doctor Gaffney, mientras
                  Bernard, en susurros, se citaba con la Maestra Jefe para aquella misma noche—.
                  El condicionamiento ante la muerte empieza a los dieciocho meses. Todo crío
                  pasa  dos  mañanas  cada  semana  en  un  Hospital  de  Moribundos.  En  estos
                  hospitales  encuentran  los  mejores  juguetes,  y  se  les  obsequia  con  helado  de
                  chocolate los días que hay defunción. Así aprenden a aceptar la muerte como
                  algo completamente corriente.
                        —Como  cualquier  otro  proceso  fisiológico  —exclamó  la  Maestra  Jefe,
                  profesionalmente.
                        Ya estaba decidido: a las ocho en el «Savoy».
                        De  vuelta  a  Londres,  se  detuvieron  en  la  fábrica  de  la  Sociedad  de
                  Televisión de Brentford.
                        —¿Te  importa  esperarme  aquí  mientras  voy  a  telefonear?  —preguntó
                  Bernard.
                        El Salvaje  esperó, sin  dejar de mirar a su alrededor. En aquel momento
                  cesaba en su trabajo el Turno Diurno Principal. Una muchedumbre de obreros
                  de  casta  inferior  formaban  cola  ante  la  estación  del  monorraíl:  setecientos  u
                  ochocientos Gammas, Deltas y Epsilones, hombres y mujeres, entre los cuales
                  sólo había una docena de rostros y de estaturas diferentes. A cada uno de ellos,
                  junto  con  el  billete,  el  cobrador  le  entregaba  una  cajita  de  píldoras.  El  largo
                  ciempiés humano avanzaba lentamente.
                        Recordando  El  mercader  de  Venecia,  el  Salvaje  preguntó  a  Bernard,
                  cuando éste se le reunió:
                        —¿Qué hay en esas cajitas?
                        —La  ración  diaria  de  soma  —contestó  Bernard,  un  tanto  confusamente,
                  porque en aquel momento masticaba una pastilla de goma de mascar de las que
                  le había regalado Benito Hoover—. Se las dan cuando han terminado su trabajo
                  cotidiano. Cuatro tabletas de medio gramo. Y seis los sábados.
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