Page 96 - Un-mundo-feliz-Huxley
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El salvaje obedeció sus instrucciones.
                        Entretanto,  las  letras  llameantes  habían  desaparecido;  siguieron  diez
                  segundos     de    oscuridad    total;   después,    súbitamente,     cegadoras     e
                  incomparablemente más «reales» de lo que hubiesen podido parecer de haber
                  sido  de  carne  y  hueso,  más  reales  que  la  misma  realidad,  aparecieron  las
                  imágenes  estereoscópicas,  abrazadas,  de  un  negro  gigantesco  y  una  hembra
                  Beta-Más rubia y braquicéfala.
                        El Salvaje se sobresaltó. ¡Aquella sensación en sus propios labios! Se llevó
                  una mano a la boca; las cosquillas cesaron; volvió a poner la mano izquierda en
                  el  pomo  metálico  y  volvió  a  sentirlas.  Entretanto,  el  órgano  de  perfumes
                  exhalaba almizcle puro. Agónica, una superpaloma zureaba en la pista sonora:
                  «¡Oh…, oooh…!». Y, vibrando a sólo treinta y dos veces por segundo, una voz
                  más  grave  que  el  bajo  africano  contestaba:  «¡Ah…,  aaah!  ¡Oh,  oooh!  ¡Ah…,
                  aaah!»,  los  labios  estereoscópicos  se  unieron  nuevamente,  y  una  vez  más  las
                  zonas  erógenas  faciales  de  los  seis  mil  espectadores  del  «Alambra»  se
                  estremecieron con un placer galvánico casi intolerable. «¡Ohhh…!».
                        El argumento de la cinta era sumamente sencillo. Pocos minutos después
                  de los primeros «Ooooh» y «Aaaah» (tras el canto de un dúo y una escena de
                  amor  en  la  famosa  piel  de  oso,  cada  uno  de  cuyos  pelos  —el  Predestinador
                  Ayudante tenía toda la razón— podía palparse separadamente), el negro sufría
                  un accidente de helicóptero y caía de cabeza. ¡Plas! ¡Qué golpe en la frente! Un
                  coro de ayes se levantó del público.
                        El  golpe  hizo  añicos  todo  el  condicionamiento  del  negro,  quien  sentía  a
                  partir de aquel momento una pasión exclusiva y demente por la rubia Beta. La
                  muchacha protestaba. Él insistía. Había luchas, persecuciones, un ataque a un
                  rival, y, finalmente, un rapto sensacional. La Beta rubia era arrebatada por los
                  aires  y  debía  pasar  tres  semanas  suspendida  en  el  cielo,  en  un  tête-à-tête
                  completamente  antisocial  con  el  negro  loco.  Finalmente,  tras  un  sinfín  de
                  aventuras y de acrobacias aéreas, tres guapos jóvenes Alfas lograban rescatarla.
                  El negro era enviado a un Centro de Recondicionamiento de Adultos, y la cinta
                  terminaba feliz y decentemente cuando la Beta rubia se convertía en la amante
                  de sus tres salvadores. Después la alfombra de piel de oso hacía  su aparición
                  final  y,  entre  el  estridor  de  los  saxofones,  el  último  beso  estereoscópico  se
                  desvanecía  en  la  oscuridad  y  la  última  titilación  eléctrica  moría  en  los  labios
                  como  una  mosca  moribunda  que  se  estremece  una  y  otra  vez,  cada  vez  más
                  débilmente, hasta que al fin se inmoviliza definitivamente.
                        Pero, en Lenina, la mosca no murió del todo. Aun después de encendidas
                  las luces, mientras se dirigían con la muchedumbre, arrastrando los pies, hacia
                  los ascensores, su fantasma seguía cosquilleándole en los labios, seguía trazando
                  surcos  estremecidos  de  ansiedad  y  placer  en  su  piel.  Sus  mejillas  estaban
                  arreboladas,  sus  ojos  brillaban,  y  respiraban  afanosamente.  Lenina  cogió  el
                  brazo del Salvaje y lo apretó contra su costado. El Salvaje la miró un momento,
                  pálido, dolorido, lleno de deseo y al mismo tiempo avergonzado de su propio
                  deseo. Él no era digno, no…
                        Los ojos de Lenina y los del Salvaje coincidieron un instante. ¡Qué tesoros
                  prometían los de ella! El Salvaje se apresuró a desviar los suyos, y soltó el brazo
                  que ella le sujetaba.
                        —Creo  que  no  deberías  ver  cosas  como  ésas  —dijo  al  fin  el  muchacho,
                  apresurándose  a  atribuir  a  las  circunstancias  ambientales  todo  reproche  por
                  cualquier pasado o futuro fallo en la perfección de Lenina.
                        —¿Cosas como qué, John?
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