Page 100 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Lenina y el Archichantre Comunal se apearon en la azotea de la Cantoría.
—Date prisa, mi joven amiga…, quiero decir, Lenina —la llamó el
Archichantre, impaciente, desde la puerta del ascensor.
Lenina, que se había demorado un momento para mirar la luna, bajó los
ojos y cruzó rápidamente la azotea para reunirse con él.
«Una nueva Teoría de Biología». Éste era el título del estudio que Mustafá
Mond acababa de leer. Permaneció sentado algún tiempo, meditando, con el
ceño fruncido, y después cogió la pluma y escribió en la portadilla: «El
tratamiento matemático que hace el autor del concepto de finalidad es nuevo y
altamente ingenioso, pero herético y, con respecto al presente orden social,
peligroso y potencialmente subversivo. Prohibida su publicación». Subrayó
estas últimas palabras. Debe someterse a vigilancia al autor. Es posible que se
imponga su traslado a la Estación Biológica Marítima de Santa Elena. Una
verdadera lástima, pensó mientras firmaba. Era un trabajo excelente. Pero en
cuanto se empezaba a admitir explicaciones finalistas… bueno, nadie sabía
dónde podía llegarse.
Con los ojos cerrados y extasiado el rostro, John recitaba suavemente al
vacío:
¡Ella enseña a las antorchas a arder con fulgor!
Y parece pender sobre la mejilla de la noche
como una rica joya en la oreja de un etíope;
belleza excesiva para ser usada;
demasiada para la tierra.
La T de oro pendía, refulgente, sobre el pecho de Lenina. El Archichantre
Comunal, juguetonamente, la cogió, y tiró de ella lentamente.
Rompiendo un largo silencio, Lenina dijo de pronto:
—Creo que será mejor que tome un par de gramos de soma.
A aquellas horas, Bernard dormía profundamente, sonriendo al paraíso
particular de sus sueños. Sonriendo, sonriendo. Pero, inexorablemente, cada
treinta segundos, la manecilla del reloj eléctrico situado encima de su cama
saltaba hacia delante, con un chasquido casi imperceptible. Clic, clic, clic, clic…
Y llegó la mañana, Bernard estaba de vuelta, entre las miserias del espacio y del
tiempo. Cuando se dirigió en taxi a su trabajo en el Centro de
Condicionamiento, se hallaba de muy mal humor. La embriaguez del éxito se
había evaporado; volvía a ser él mismo, el de antes; y por contraste con el
hinchado balón de las últimas semanas, su antiguo yo parecía muchísimo más
pesado que la atmósfera que lo rodeaba.
El Salvaje, inesperadamente, se mostró muy comprensivo con aquel
Bernard deshinchado.
—Te pareces más al Bernard que conocí en Malpaís —dijo, cuando
Bernard, en tono quejumbroso, le hubo confiado su fracaso—. ¿Recuerdas la
primera vez que hablamos? Fuera de la casucha. Ahora eres como entonces.
—Porque vuelvo a ser desdichado; he aquí el porqué.
—Bueno, pues yo preferiría ser desdichado antes que gozar de esa felicidad
falsa, embustera, que tenéis aquí.
—¡Hombre, me gusta eso! —dijo Bernard con amargura—. ¡Cuando tú
tienes la culpa de todo! Al negarte a asistir a mi fiesta lograste que todos se
revolvieran contra mí.