Page 101 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Bernard sabía que lo que decía era absurdo e injusto; admitía en su
interior, y hasta en voz alta, la verdad de todo lo que el Salvaje le decía acerca
del poco valor de unos amigos que, ante tan leve provocación, podían trocarse
en feroces enemigos. Pero, a pesar de saber todo esto y de reconocerlo, a pesar
del hecho de que el consuelo y el apoyo de su amigo eran ahora su único sostén,
Bernard siguió alimentando, simultáneamente con su sincero pesar, un secreto
agravio contra el Salvaje, y no cesó de meditar un plan de pequeñas venganzas a
desarrollar contra él mismo. Alimentar un agravio contra el Archichantre
comunal hubiese sido inútil; y no había posibilidad alguna de vengarse del
Envasador Jefe o del Presidente Ayudante. Como víctima, el Salvaje poseía, para
Bernard, una gran cualidad por encima de los demás: era vulnerable, era
accesible. Una de las principales funciones de nuestros amigos estriba en sufrir
(en formas más suaves y simbólicas) los castigos que querríamos infligir, y no
podemos, a nuestros enemigos.
El otro amigo-víctima de Bernard era Helmholtz. Cuando, derrotado,
Bernard acudió a él e imploró de nuevo su amistad, que en sus días de
prosperidad había juzgado inútil conservar, Helmholtz se la concedió.
En su primera entrevista después de la reconciliación, Bernard le soltó
toda la historia de sus desdichas y aceptó sus consuelos. Pocos días después se
enteró, con sorpresa y no sin cierto bochorno, de que él no era el único en
hallarse en apuros. También Helmholtz había entrado en conflicto con la
Autoridad.
—Fue por unos versos —le explicó Helmholtz—. Yo daba mi curso habitual
de Ingeniería Emocional Superior para alumnos de tercer año. Doce lecciones,
la séptima de las cuales trata de los versos. «Sobre el uso de versos rimados en
Propaganda Moral», para ser exactos. Siempre ilustro mis clases con numerosos
ejemplos técnicos. Esta vez se me ocurrió ofrecerles como ejemplo algo que
acababa de escribir. Puro desatino, desde luego; pero no pude resistir la
tentación. —Se echó a reír—. Sentía curiosidad por ver cuáles serían las
reacciones. Además —agregó, con más gravedad—, quería hacer un poco de
propaganda; intentaba inducirles a sentir lo mismo que yo sentí al escribir
aquellos versos. ¡Ford! —Volvió a reír—. ¡El escándalo que se armó! El Principal
me llamó y me amenazó con expulsarme inmediatamente. Soy un hombre
marcado.
—Pero, ¿qué decían tus versos? —preguntó Bernard.
—Eran sobre la soledad.
Bernard arqueó las cejas.
—Si quieres, te los recito.
Y Helmholtz empezó:
El comité de ayer,
bastones, pero un tambor roto,
medianoche en la City,
flautas en el vacío,
labios cerrados, caras dormidas,
todas las máquinas paradas,
mudos los lugares
donde se apiñaba la gente…
Todos los silencios se regocijan,
lloran (en voz alta o baja)
hablan, pero ignoro