Page 97 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 97

—Como esa horrible película.
                        —¿Horrible?  —Lenina  estaba  sinceramente  asombrada—.  Yo  la  he
                  encontrado estupenda.
                        —Era abyecto —dijo el Salvaje, indignado—, innoble…
                        —No te entiendo —contestó Lenina.
                        ¿Por qué era tan raro? ¿Por qué se empeñaba en estropearlo todo?
                        En  el  taxicóptero,  el  Salvaje  apenas  la  miró.  Atado  por  unos  poderosos
                  votos  que  jamás  habían  sido  pronunciados,  obedeciendo  a  leyes  que  habían
                  prescrito desde hacía muchísimo tiempo, permanecía sentado, en silencio, con
                  el rostro vuelto hacia otra parte. De vez en cuando, como si un dedo pulsara una
                  cuerda tensa, a punto de romperse, todo su cuerpo se estremecía en un súbito
                  sobresalto nervioso.
                        El taxicóptero aterrizó en la azotea de la casa de Lenina. «Al fin —pensó
                  ésta,  llena  de  exultación,  al  apearse—.  Al  fin»,  a  pesar  de  que  hasta  aquel
                  momento el Salvaje se había comportado de manera muy extraña. De pie bajo
                  un farol, Lenina se miró en el espejo de mano. «Al fin». Sí, la nariz le brillaba un
                  poco. Sacudió los polvos de su borla. Mientras el Salvaje pagaba el taxi tendría
                  tiempo de arreglarse. Lenina se empolvó la nariz, pensando: «Es guapísimo. No
                  tiene por qué ser tímido como Bernard… Y sin embargo… Cualquier otro ya lo
                  hubiese hecho hace tiempo. Pero ahora, al fin…» El fragmento de su rostro que
                  se reflejaba en el espejito redondo le sonrió.
                        —Buenas noches —dijo una voz ahogada detrás de ella.
                        Lenina se volvió en redondo. El Salvaje se hallaba de pie en la puerta del
                  taxi, mirándola fijamente; era evidente que no había cesado de mirarla todo el
                  rato,  mientras  ella  se  empolvaba,  esperando  —pero,  ¿a  qué?—,  o  vacilando,
                  esforzándose  por  decidirse,  y  pensando  todo  el  rato,  pensando…  Lenina  no
                  podía imaginar qué clase de extraños pensamientos.
                        —Buenas noches, Lenina —repitió el Salvaje.
                        —Pero, John… Creí que ibas a… Quiero decir que, ¿no vas a…?
                        El  Salvaje  cerró  la  puerta  y  se  inclinó  para  decir  algo  al  piloto.  El
                  taxicóptero despegó.
                        Mirando hacia abajo por la ventanilla practicada en el suelo del aparato, el
                  Salvaje vio la cara de Lenina, levantada hacia arriba, pálida a la luz azulada de
                  los  faroles.  Con  la  boca  abierta,  lo  llamaba.  Su  figura,  achaparrada  por  la
                  perspectiva,  se  perdió  en  la  distancia;  el  cuadro  de  la  azotea,  cada  vez  más
                  pequeño, parecía hundirse en un océano de tinieblas.
                        Cinco  minutos  después,  el  Salvaje  estaba  en  su  habitación.  Sacó  de  su
                  escondrijo  el  libro  roído  por  los  ratones,  volvió  con  cuidado  religioso  sus
                  páginas manchadas y arrugadas, y empezó a leer Otelo. Recordaba que Otelo,
                  como el protagonista de Tres semanas en helicóptero, era un negro.
   92   93   94   95   96   97   98   99   100   101   102