Page 93 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—¿Tienen aquí muchos mellizos? —preguntó el Salvaje, con aprensión, en
cuanto empezaron la vuelta de inspección.
—¡Oh, no! —contestó el Preboste—. Eton está reservado exclusivamente
para los muchachos y muchachas de las clases más altas. Un óvulo, un adulto.
Desde luego, ello hace más difícil la instrucción. Pero como los alumnos están
destinados a tomar sobre sí graves responsabilidades y a enfrentarse con
contingencias inesperadas, no hay más remedio.
Y suspiró.
Bernard, entretanto, iniciaba la conquista de Miss Keate.
—Si está usted libre algún lunes, miércoles o viernes por la noche —le
decía—, puede venir a mi casa. —Y, señalando con el pulgar al Salvaje, añadió—:
Es un tipo curioso, ¿sabe usted? Estrafalario.
Miss Keate sonrió (y su sonrisa le pareció a Bernard realmente
encantadora).
—Gracias —dijo—. Me encantará asistir a una de sus fiestas.
El Preboste abrió la puerta.
Cinco minutos en el aula de los Alfa-Doble-Más dejaron a John un tanto
confuso.
—¿Qué es la relatividad elemental? —susurró a Bernard.
Bernard intentó explicárselo, pero, cambiando de opinión, sugirió que
pasaran a otra aula.
Tras de una puerta del corredor que conducía al aula de Geografía de los
Beta-Menos, una voz de soprano, muy sonora, decía:
—Uno, dos, tres, cuatro. —Y después, con irritación fatigada—: Como
antes.
—Ejercicios malthusianos —explicó la Maestra Jefe—. La mayoría de
nuestras muchachas son hermafroditas, desde luego. Yo lo soy también. —
Sonrió a Bernard—. Pero tenemos a unas ochocientas alumnas no esterilizadas
que necesitan ejercicios constantes.
En el aula de Geografía de los Beta-Menos, John se enteró de que «una
Reserva para Salvajes es un lugar que, debido a sus condiciones climáticas o
geológicas desfavorables, o por su pobreza en recursos naturales, no ha
merecido la pena civilizar». Un breve chasquido, y de pronto el aula quedó a
oscuras; en la pantalla situada encima de la cabeza del profesor, aparecieron los
Penitentes de Acoma postrándose ante Nuestra Señora, gimiendo como John les
había oído gemir, confesando sus pecados ante Jesús crucificado o ante la
imagen del águila de Pukong. Los jóvenes etonianos reían estruendosamente.
Sin dejar de gemir, los Penitentes se levantaron, se desnudaron hasta la cintura,
y con látigos de nudos, empezaron a azotarse. Las carcajadas, más sonoras
todavía, llegaron a ahogar los gemidos de los Penitentes.
—Pero ¿por qué se ríen? —preguntó el Salvaje, dolido y asombrado a un
tiempo.
—¿Por qué? —El Preboste volvió hacia él el rostro, en el que todavía
retozaba una ancha sonrisa—. ¿Por qué? Pues… porque resulta
extraordinariamente gracioso.
En la penumbra cinematográfica, Bernard aventuró un gesto que, en el
pasado, ni siquiera en las más absolutas tinieblas hubiese osado intentar.
Fortalecido por su nueva sensación de importancia, pasó un brazo por la cintura
de la Maestra Jefe. La cintura cedió a su abrazo, doblándose como un junco.
Bernard se disponía a esbozar un beso o dos, o quizás un pellizco, cuando se
hizo de nuevo la luz.