Page 91 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Bernard se marchó irritado, y se dijo que no volvería a dirigir la palabra a
                  Helmholtz.
                        Pasaron los días. El éxito se le subió a Bernard a la cabeza y le reconcilió
                  casi  completamente  (como  lo  hubiese  conseguido  cualquier  otro  intoxicante)
                  con un mundo que, hasta entonces, había juzgado poco satisfactorio. Desde el
                  momento en que le reconocía a él como un ser importante, el orden de cosas era
                  bueno. Pero, aun reconciliado con él por el éxito, Bernard se negaba a renunciar
                  al  privilegio  de  criticar  este  orden.  Porque  el  hecho  de  ejercer  la  crítica
                  aumentaba la sensación de su propia importancia, le hacía sentirse más grande.
                  Además, creía de verdad que había cosas criticables. (Al mismo tiempo, gozaba
                  de  veras  de  su  éxito  y  del  hecho  de  poder  conseguir  todas  las  chicas  que
                  deseaba.)  En  presencia  de  quienes,  con  vistas  al  Salvaje,  le  hacían  la  corte,
                  Bernard  hacía  una  asquerosa  exhibición  de  heterodoxia.  Todos  le  escuchaban
                  cortésmente. Pero, a sus espaldas, la gente movía la cabeza. Este joven acabará
                  mal,  decían,  y  formulaban  esta  profecía  confiadamente  porque  se  proponían
                  poner todo de su parte para que se cumpliera. La próxima vez no encontrará
                  otro Salvaje que lo salve por los pelos, decían. Pero, por el momento, había el
                  primer Salvaje; valía la pena mostrarse corteses con Bernard.
                        —Más liviano que el aire —dijo Bernard, señalando hacia arriba.
                        Como una perla en el cielo, alto, muy alto  por encima de ellos, el globo
                  cautivo del Departamento Meteorológico brillaba, rosado, a la luz del sol.
                        «…  es  preciso  mostrar  a  dicho  Salvaje  la  vida  civilizada  en  todos  sus
                  aspectos», decían las instrucciones de Bernard.
                        En aquel momento le estaba enseñando una vista panorámica de la misma,
                  desde  la  plataforma  de  la  Torre  de  Charing-T.  El  Jefe  de  la  Estación  y  el
                  Meteorólogo Residente actuaban en calidad de guías. Pero Bernard llevaba casi
                  todo el peso de la conversación. Embriagado, se comportaba exactamente igual
                  que  si  hubiese  sido,  como  mínimo,  un  Interventor  Mundial  en  visita.  Más
                  liviano que el aire.
                        El Cohete Verde de Bombay cayó del cielo. Los pasajeros se apearon. Ocho
                  mellizos  dravídicos  idénticos,  vestidos  de  color  caqui,  asomaron  por  las  ocho
                  portillas de la cabina: los camareros.
                        —Mil  doscientos  cincuenta  kilómetros  por  hora  —dijo  solemnemente  el
                  Jefe de la Estación—. ¿Qué le parece, Mr. Salvaje?
                        John lo encontró magnífico.
                        —Sin  embargo  —dijo—  Ariel  podía  poner  un  cinturón  a  la  tierra  en
                  cuarenta minutos.
                        «El Salvaje —escribió Bernard en su informe a Mustafá Mond— muestra,
                  sorprendentemente, escaso asombro o terror ante los inventos de la civilización.
                  Ello se debe en parte, sin duda, al hecho de que había oído hablar de ellos a esa
                  mujer llamada Linda, su m…»
                        Mustafá  frunció  el  ceño.  «¿Creerá  ese  imbécil  que  soy  demasiado  ñoño
                  para no poder ver escrita la palabra entera?».
                        «En  parte  porque  su  interés  se  halla  concentrado  en  lo  que  él  llama  ―el
                  alma‖,  que  insiste  en  considerar  como  algo  enteramente  independiente  del
                  ambiente físico; por consiguiente, cuando intenté señalarle que…».
                        El Interventor se saltó las frases siguientes, y cuando se disponía a volver
                  la hoja en busca de algo más interesante y concreto, sus miradas fueron atraídas
                  por una serie de frases completamente extraordinarias.
                        «… aunque debo reconocer —leyó— que estoy de acuerdo con el Salvaje en
                  juzgar el infantilismo civilizado demasiado fácil o, como dice él, no lo bastante
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