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Capítulo XI




                        Después de la  escena  que había tenido lugar en la Sala de Fecundación,
                  todos  los  londinenses  de  castas  superiores  se  morían  por  aquella  deliciosa
                  criatura  que  había  caído  de  rodillas  ante  el  director  de  Incubación  y
                  Condicionamiento —o, mejor dicho, ante el ex director, porque el pobre hombre
                  había dimitido inmediatamente y no había vuelto a poner los pies en el Centro—
                  y  le  había  llamado  (¡el  chiste  era  casi  demasiado  bueno  para  ser  cierto!)
                  «padre».
                        Linda, por el contrario, no tenía el menor éxito; nadie tenía el menor deseo
                  de ver a Linda. Decir que una era madre era algo peor que un chiste: era una
                  obscenidad. Además, Linda no era una salvaje auténtica; había sido incubada en
                  un  frasco  y  condicionada  como  todo  el  mundo,  de  modo  que  no  podía  tener
                  ideas  completamente  extravagantes.  Finalmente  —y  ésta  era  la  razón  más
                  poderosa  por  la  cual  la  gente  no  deseaba  ver  a  la  pobre  Linda—,  había  la
                  cuestión de su aspecto. Era gorda; había perdido su juventud; tenía los dientes
                  estropeados y el rostro abotagado. ¡Y  aquel rostro! ¡Oh, Ford! No se la podía
                  mirar sin sentir mareos, auténticos mareos. Por eso las personas distinguidas
                  estaban completamente decididas a no ver  a Linda. Y Linda, por su parte, no
                  tenía  el  menor  deseo  de  verlas.  El  retorno  a  la  civilización  fue,  para  ella,  el
                  retorno  al  soma,  la  posibilidad  de  yacer  en  cama  y  tomarse  vacaciones  tras
                  vacaciones, sin tener que volver de ellas con jaqueca o vómitos, sin tener que
                  sentirse como se sentía siempre después de tomar peyotl, como si hubiese hecho
                  algo tan vergonzosamente antisocial que nunca más había de poder llevar ya la
                  cabeza  alta.  El  soma  no  gastaba  tales  jugarretas.  Las  vacaciones  que
                  proporcionaba eran perfectas, y si la mañana siguiente resultaba desagradable,
                  sólo  era  por  comparación  con  el  gozo  de  la  víspera.  La  solución  era  fácil:
                  perpetuar aquellas vacaciones. Glotonamente, Linda exigía cada vez dosis más
                  elevadas  y  más  frecuentes.  Al  principio,  el  doctor  Shaw  ponía  objeciones;
                  después  le  concedió  todo  el  soma  que  quisiera.  Linda  llegaba  a  tomar  hasta
                  veinte gramos diarios.
                        —Lo cual acabará con ella en un mes o dos —confió el doctor a Bernard—.
                  El día menos pensado el centro respiratorio se paralizará. Dejará  de respirar.
                  Morirá. Y no me parece mal. Si pudiéramos rejuvenecerla, la cosa sería distinta.
                  Pero no podemos.
                        Cosa  sorprendente,  en  opinión  de  todos  (porque  cuando  estaba  bajo  la
                  influencia del soma, Linda dejaba de ser un estorbo), John puso objeciones.
                        —Pero ¿no le acorta usted la vida dándole tanto soma?
                        —En cierto sentido, sí —reconoció el doctor Shaw—. Pero, según como lo
                  mire, se la alargamos.
                        El joven lo miró sin comprenderle.
                        —El soma puede hacernos perder algunos años de vida temporal —explicó
                  el  doctor—.  Pero  piense  en  la  duración  inmensa,  enorme,  de  la  vida  que  nos
                  concede fuera del tiempo. Cada una de nuestras vacaciones de soma es un poco
                  lo que nuestros antepasados llamaban «eternidad».
                        John empezaba a comprender.
                        —«La eternidad estaba en nuestros labios y nuestros ojos» —murmuró.
                        —¿Cómo?
                        —Nada.
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