Page 87 - Un-mundo-feliz-Huxley
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aquellos cuerpos juveniles y firmes y aquellos rostros correctos, un monstruo de
                  mediana  edad,  extraño  y  terrorífico,  Linda,  entró  en  la  sala,  sonriendo
                  picaronamente  con  su  sonrisa  rota  y  descolorida,  y  moviendo  sus  enormes
                  caderas en lo que pretendía ser una ondulación voluptuosa. Bernard caminaba a
                  su lado.
                        —Aquí está —dijo Bernard, señalando al director.
                        —¿Cree que no lo habría reconocido? —preguntó Linda, irritada; después,
                  volviéndose  hacia  el  director,  agregó—:  Claro  que  te  reconocí,  Tomakin;  te
                  hubiese reconocido en cualquier sitio, entre un millar de personas. Pero tal vez
                  tú me habrás olvidado. ¿No te acuerdas? ¿No, Tomakin? Soy tu Linda. —Linda
                  lo miraba con la cabeza ladeada, sonriendo todavía, pero con una sonrisa que
                  progresivamente,  ante  la  expresión  de  disgusto  petrificado  del  director,  fue
                  perdiendo  confianza  hasta  desaparecer  del  todo—.  ¿No  te  acuerdas  de  mí,
                  Tomakin?  —repitió  Linda,  con  voz  temblorosa.  Sus  ojos  aparecían  ansiosos,
                  agónicos.  El  rostro  abotagado  se  deformó  en  una  mueca  de  intenso  dolor—.
                  ¡Tomakin!
                        Linda le tendió los brazos. Algunos empezaron a reír por lo bajo.
                        —¿Qué significa —empezó el director— esta monstruosa…?
                        —¡Tomakin!
                        Linda  corrió  hacia  delante,  arrastrando  tras  de  sí  su  manta,  arrojó  los
                  brazos al cuello del director y ocultó el rostro en su pecho.
                        Se levantó una incontenible oleada de carcajadas.
                        —¿…esta monstruosa broma de mal gusto? —gritó el director.
                        Con el rostro encendido, intentó desasirse del abrazo de la mujer, que se
                  aferraba a él desesperadamente.
                        —¡Pero si soy Linda, soy Linda! —las risas ahogaron su voz—. ¡Me hiciste
                  un crío! —chilló Linda, por encima del rugir de las carcajadas.
                        Hubo un siseo súbito, de asombro; los ojos vagaban incómodamente, sin
                  saber adónde mirar. El director palideció súbitamente, dejó de luchar, y, todavía
                  con  las  manos  en  las  muñecas  de  Linda,  se  quedó  mirándola  a  la  cara,
                  horrorizado.
                        —Sí, un crío… y yo fui su madre.
                        Linda  lanzó  aquella  obscenidad  como  un  reto  en  el  silencio  ultrajado;
                  después, separándose bruscamente de él, abochornada, se cubrió la cara con las
                  manos, sollozando.
                        —No fue mía la culpa, Tomakin. Porque yo siempre hice mis ejercicios, ¿no
                  es  verdad?  ¿No  es  verdad?  Siempre…  No  comprendo  cómo…  ¡Si  tú  supieras
                  cuán horrible fue, Tomakin…! A pesar de todo, el niño fue un consuelo para mí.
                  —Y, volviéndose hacia la puerta, llamó—: ¡John!
                        John entró inmediatamente, hizo una breve pausa en el umbral, miró a su
                  alrededor, y después, corriendo silenciosamente sobre sus mocasines de piel de
                  ciervo, cayó de rodillas a los pies del director y dijo en voz muy clara:
                        —¡Padre!
                        Esta palabra (porque la voz «padre», que no implicaba relación directa con
                  el desvío moral que extrañaba el hecho de alumbrar un hijo, no era tan obscena
                  como  grosera;  era  una  incorrección  más  escatológica  que  pornográfica),  la
                  cómica suciedad de esta palabra alivió la tensión, que había llegado a hacerse
                  insoportable.  Las  carcajadas  estallaron,  estruendosas,  casi  histéricas,
                  encadenadas,  como  si  no  debieran  cesar  nunca.  ¡Padre!  ¡Y  era  el  director!
                  ¡Padre!  ¡Oh,  Ford!  Era  algo  estupendo.  Las  risas  se  sucedían,  los  rostros
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