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Capítulo X




                        Las manecillas de los cuatro mil relojes eléctricos de las cuatro mil salas
                  del  Centro  de  Blomsbury  señalaban  las  dos  y  veintisiete  minutos.  La
                  «industriosa colmena», como el director se complacía en llamarlo, se hallaba en
                  plena  fiebre  de  trabajo.  Todo  el  mundo  estaba  atareado,  todo  se  movía
                  ordenadamente. Bajo los microscopios, agitando furiosamente sus largas colas,
                  los espermatozoos penetraban de cabeza dentro de los óvulos, y fertilizados, los
                  óvulos  crecían,  se  dividían,  o  bien,  bokanovskificados,  echaban  brotes  y
                  constituían poblaciones enteras de embriones. Desde la Sala de Predestinación
                  Social  las  cintas  sin  fin  bajaban  al  sótano,  y  allí,  en  la  penumbra  escarlata,
                  calientes, cociéndose sobre su almohada de peritoneo y ahítos de sucedáneo de
                  la sangre y de hormonas, los fetos crecían, o bien, envenenados, languidecían
                  hasta  convertirse  en  futuros  Epsilones.  Con  un  débil  zumbido  los  estantes
                  móviles reptaban imperceptiblemente, semana tras semana, hacia donde, en la
                  Sala  de  Decantación,  los  niños  recién  desenfrascados  exhalaban  su  primer
                  gemido de horror y sorpresa.
                        Las dínamos jadeaban en el subsótano, y los ascensores subían y bajaban.
                  En los once pisos de las Guarderías era la hora de comer. Mil ochocientos niños,
                  cuidadosamente  etiquetados,  extraían,  simultáneamente,  de  mil  ochocientos
                  biberones, su medio litro de secreción externa pasteurizada.
                        Más  arriba,  en  las  diez  plantas  sucesivas  destinadas  a  dormitorios,  los
                  niños y niñas que todavía eran lo bastante pequeños para necesitar una siesta,
                  se  hallaban  tan  atareados  como  todo  el  mundo,  aunque  ellos  no  lo  sabían,
                  escuchando  inconscientemente  las  lecciones  hipnopédicas  de  higiene  y
                  sociabilidad, de conciencia de clases y de vida erótica. Y más arriba aún, había
                  las  salas  de  juego,  donde,  por  ser  un  día  lluvioso,  novecientos  niños  un  poco
                  mayores se divertían jugando con ladrillos, modelando con ladrillos, modelando
                  con arcilla, o dedicándose a jugar al escondite o a los corrientes juegos eróticos.
                        ¡Zummm…! La colmena zumbaba, atareada, alegremente. ¡Alegres eran las
                  canciones que tarareaban las muchachas inclinadas sobre los tubos de ensayo!
                  Los  predestinadores  silboteaban  mientras  trabajaban,  y  en  la  Sala  de
                  Decantación se contaban chistes estupendos por encima de los frascos vacíos.
                  Pero el rostro del director, cuando entró en la Sala de Fecundación con Henry
                  Foster, aparecía grave, severo, petrificado.
                        —Un escarmiento público —decía—. Y en esta sala, porque en ella hay más
                  trabajadores de casta alta que en ninguna otra de las del Centro. Le he dicho que
                  viniera a verme aquí a las dos y media.
                        —Cumple  su  tarea  admirablemente  —dijo  Henry,  con  hipócrita
                  generosidad.
                        —Lo  sé.  Razón  de  más  para  mostrarme  severo  con  él.  Su  eminencia
                  intelectual  entraña  las  correspondientes  responsabilidades  morales.  Cuanto
                  mayores son los talentos de un hombre más grande es su poder de corromper a
                  los demás. Y es mejor que sufra uno solo a que se corrompan muchos. Considere
                  el caso desapasionadamente, Mr. Foster, y verá que no existe ofensa tan odiosa
                  como la heterodoxia en el comportamiento. El asesino sólo mata al individuo, y,
                  al  fin  y  al  cabo,  ¿qué  es  un  individuo?  —Con  un  amplio  ademán  señaló  las
                  hileras  de  microscopios,  los  tubos  de  ensayo,  las  incubadoras—.  Podemos
                  fabricar  otro  nuevo  con  la  mayor  facilidad;  tantos  como  queramos.  La
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