Page 83 - Un-mundo-feliz-Huxley
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desmayarse. Después, agachándose sobre la preciosa caja, la tocó, la levantó a la
                  luz, la examinó. Las cremalleras del otro par de pantalones cortos de Lenina, de
                  pana de viscosa, de momento le plantearon un problema que, una vez resuelto,
                  le  resultó  una  delicia.  ¡Zis!,  y  después  ¡zas!,  ¡zis!,  y  después  ¡zas!  Estaba
                  entusiasmado.  Sus  zapatillas  verdes  eran  lo  más  hermoso  que  había  visto  en
                  toda su vida. Desplegó un par de pantaloncillos interiores, se ruborizó y volvió a
                  guardarlos inmediatamente; pero besó un  pañuelo de acetato perfumado y se
                  puso  una  bufanda  al  cuello.  Abriendo  una  caja,  levantó  una  nube  de  polvos
                  perfumados. Las manos le quedaron enharinadas. Se las limpió en el pecho, en
                  los  hombros,  en  los  brazos  desnudos.  ¡Delicioso  perfume!  Cerró  los  ojos  y
                  restregó  la  mejilla  contra  su  brazo  empolvado.  Tacto  de  fina  piel  contra  su
                  rostro, perfume en su nariz de polvos delicados… su presencia real.
                        —¡Lenina! —susurró—. ¡Lenina!
                        Un  ruido  lo  sobresaltó;  se  volvió  con  expresión  culpable.  Guardó
                  apresuradamente en la maleta todo lo que había sacado de ella, y cerró la tapa;
                  volvió a escuchar, mirando con los ojos muy abiertos. Ni una sola señal de vida;
                  ni un sonido. Y, sin embargo, estaba seguro de haber oído algo, algo así como un
                  suspiro, o como el crujir de una madera. Se acercó de puntillas a la puerta, y,
                  abriéndola con cautela, se encontró ante un vasto descansillo. Al otro lado de la
                  meseta  había  otra  puerta,  entornada.  Se  acercó  a  ella,  la  empujó,  y  asomó  la
                  cabeza.
                        Allí, en una cama baja, con el cobertor bajado, vestida con un breve pijama
                  de una sola pieza, yacía Lenina, profundamente dormida y tan hermosa entre
                  sus rizos, tan conmovedoramente infantil con sus rosados dedos de los pies y su
                  grave  cara  sumida  en  el  sueño,  tan  confiada  en  la  indefensión  de  sus  manos
                  suaves y sus miembros relajados, que las lágrimas acudieron a los ojos de John.
                        Con  una  infinidad  de  precauciones  completamente  innecesarias  —por
                  cuanto sólo un disparo de pistola hubiera podido obligar a Lenina a volver de
                  sus vacaciones de soma antes de la hora fijada—, John entró en el cuarto, se
                  arrodilló en el suelo, al lado de la cama, miró, juntó las manos, y sus labios se
                  movieron.
                        —Sus ojos —murmuró.

                                Sus ojos, sus cabellos, su mejilla, su andar, su voz;
                                los manejas en tu discurso; ¡oh, esa mano
                                a cuyo lado son los blancos tinta
                                cuyos propios reproches escribe; ante cuyo suave tacto
                                parece áspero el plumón de los cisnes…!

                        Una mosca revoloteaba cerca de ella; John la ahuyentó.
                        —Moscas —recordó.

                                En el milagro blanco de la mano de mi querida Julieta
                                pueden detenerse y robar gracia inmortal de sus labios,
                                que, en su pura modestia de vestal,
                                se sonrojan creyendo pecaminosos sus propios besos.

                        Muy lentamente, con el gesto vacilante de quien se dispone a acariciar un
                  ave  asustadiza  y  posiblemente  peligrosa,  John  avanzó  una  mano.  Ésta
                  permaneció  suspendida,  temblorosa,  a  dos  centímetros  de  aquellos  dedos
                  inmóviles, al mismo borde del contacto. ¿Se atrevería? ¿Se atrevería a profanar
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