Page 82 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 82
Capítulo IX
Tras aquel día de absurdo y horror, Lenina consideró que se había ganado
el derecho a unas vacaciones completas y absolutas. En cuanto volvieron a la
hospedería, se administró seis tabletas de medio gramo de soma, se echó en la
cama, y al cabo de diez minutos se había embarcado hacia la eternidad lunar.
Por lo menos tardaría dieciocho horas en volver a la realidad.
Entretanto, Bernard yacía meditabundo y con los ojos abiertos en la
oscuridad. No se durmió hasta mucho después de la medianoche. Pero su
insomnio no había sido estéril. Tenía un plan.
Puntualmente, a la mañana siguiente, a las diez, el enano del uniforme
verde se apeó del helicóptero. Bernard le esperaba entre las pitas.
—Miss Crowne está de vacaciones de soma —explicó—. No estará de vuelta
antes de las cinco. Por tanto, tenemos siete horas para nosotros.
Podían volar a Santa Fe, realizar su proyecto y estar de vuelta en Malpaís
mucho antes de que Lenina despertara.
—¿Estará segura aquí? —preguntó.
—Segura como un helicóptero —le tranquilizó el enano.
Subieron al aparato y despegaron inmediatamente. A las diez y treinta y
cuatro aterrizaron en la azotea de la Oficina de Correos de Santa Fe; a las diez y
treinta y siete Bernard había logrado comunicación con el Despacho del
Interventor Mundial, en Whitehall; a las diez y treinta y nueve hablaba con el
cuarto secretario particular; a las diez y cuarenta y cuatro repetía su historia al
primer secretario, y a las diez y cuarenta y siete y medio, la voz grave, resonante,
del propio Mustafá Mond sonó en sus oídos.
—He osado pensar —tartamudeó Bernard— que su Fordería podía juzgar el
asunto de suficiente interés científico…
—En efecto, juzgo el asunto de suficiente interés científico —dijo la voz
profunda—. Tráigase a esos dos individuos a Londres con usted.
—Su Fordería no ignora que necesitaré un permiso especial…
—En este momento —dijo Mustafá Mond— se están dando las órdenes
necesarias al Guardián de la Reserva. Vaya usted inmediatamente al Despacho
del Guardián. Buenos días, Mr. Marx.
Siguió un silencio. Bernard colgó el receptor y subió corriendo a la azotea.
El joven se hallaba ante la hospedería.
—¡Bernard! —llamó—. ¡Bernard!
No hubo respuesta.
Caminando silenciosamente sobre sus mocasines de piel de ciervo, subió
corriendo la escalera e intentó abrir la puerta. Pero estaba cerrada.
¡Se había marchado! Aquello era lo más terrible que le había ocurrido en
su vida. La muchacha le había invitado a ir a verles, y ahora se habían
marchado. John se sentó en un peldaño y lloró.
Media hora después se le ocurrió echar una ojeada por la ventana. Lo
primero que vio fue una maleta verde con las iniciales L. C. pintadas en la tapa.
El júbilo se levantó en su interior como una hoguera. Cogió una piedra. El cristal
roto cayó estrepitosamente al suelo. Un momento después, John se hallaba
dentro del cuarto. Abrió la maleta verde; e inmediatamente se encontró
respirando el perfume de Lenina, llenándose los pulmones con su ser esencial.
El corazón le latía desbocadamente; por un momento, estuvo a punto de