Page 80 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—¡El hijo de perra, no! —gritó otro hombre.
                        Los muchachos rieron.
                        —¡Fuera!
                        John todavía no se decidía a separarse del grupo.
                        —¡Fuera! —volvieron a gritar los hombres.
                        Uno de ellos se agachó, cogió una piedra y se la arrojó.
                        —¡Fuera, fuera, fuera!
                        Cayó sobre él un chaparrón de guijarros. Sangrando, John huyó hacia las
                  tinieblas. De la Kiva iluminada de rojo llegaba hasta él el rumor de unos cantos.
                  El último muchacho había bajado ya la escalera. John se había quedado solo.
                        Solo, fuera del pueblo, en la desierta llanura de la altiplanicie. A la luz de la
                  luna,  las  rocas  eran  como  huesos  blanqueados.  Abajo,  en  el  valle,  los  coyotes
                  aullaban a la luna. Los arañazos le escocían y los cortes todavía le sangraban;
                  pero  no  sollozaba  por  el  dolor,  sino  porque  estaba  solo,  porque  lo  habían
                  arrojado, solo, a aquel mundo esquelético de rocas y luz de luna.
                        —Solo, siempre solo —decía el joven.
                        Las  palabras  despertaron  un  eco  quejumbroso  en  la  mente  de  Bernard.
                  Solo, solo…
                        —También  yo  estoy  solo  —dijo,  cediendo  a  un  impulso  de  confianza—.
                  Terriblemente solo.
                        —¿Tú?  —John  parecía  sorprendido—.  Yo  creía  que  en  el  Otro  Lugar…
                  Linda siempre dice que allí nadie está solo.
                        Bernard se sonrojó, turbado.
                        —Verás —dijo, tartamudeando y sin mirarle—, yo soy bastante diferente de
                  los demás, supongo. Si por azar uno es decantado diferente…
                        —Sí, esto es —asintió el joven—. Si uno es diferente, se ve condenado a la
                  soledad. Los demás le tratan brutalmente. ¿Sabes que a mí me han mantenido
                  alejado de todo? Cuando los otros muchachos fueron enviados a pasar la noche
                  en las montañas, donde deben soñar cuál es su respectivo animal sagrado, a mí
                  no me dejaron ir con los otros; ni me revelaron ninguno de sus secretos. Pero yo
                  lo hice todo por mí mismo —agregó—. Pasé cinco días sin comer absolutamente
                  nada y una noche me marché solo a aquellas montañas.
                        Bernard sonrió con condescendencia.
                        —¿Y soñaste algo? —preguntó.
                        El otro asintió con la cabeza.
                        —Pero  no  debo  decirte  lo  que  soñé.  —Guardó  silencio  un  momento,  y
                  después, en voz baja, prosiguió—: Una vez hice algo que ninguno de los demás
                  ha  hecho:  un  mediodía  de  verano,  permanecí  apoyado  en  una  roca,  con  los
                  brazos abiertos, como Jesús en la cruz.
                        —Pero ¿por qué lo hiciste?
                        —Quería saber qué sensación producía ser crucificado. Colgar allí, al sol…
                        —Pero ¿por qué?
                        —¿Por  qué? Pues… —vaciló—. Porque sentía que debía hacerlo.  Si Jesús
                  pudo soportarlo… Además, si uno ha hecho algo malo… Por otra parte, yo no era
                  feliz; y ésta era otra razón.
                        —A primera vista, parece una forma muy curiosa de poner remedio a la
                  infelicidad —dijo Bernard.
                        Pero, pensándolo mejor, llegó a la conclusión de que, a fin de cuentas, algo
                  había en ello. Quizá fuese mejor que tomar soma…
                        —Al cabo de un rato me desmayé —dijo el joven—. Caí boca abajo. ¿No ves
                  la señal del corte que me hice?
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