Page 78 - Un-mundo-feliz-Huxley
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garganta de Linda, como una serpiente que quisiera estrangularla. En el suelo,
                  junto a la cama, había la calabaza de Popé y una taza. Linda roncaba.
                        John tuvo la sensación de que su corazón había desaparecido, dejando un
                  hueco en su lugar. Sí, se sentía vacío. Vacío, y frío, y un tanto mareado, y como
                  deslumbrado.  Se  apoyó  en  la  pared  para  rehacerse  un  poco.  Villano  sin
                  remordimientos, traidor, cobarde… Como tambores, como los hombres cuando
                  cantan al maíz, como fórmulas mágicas, las palabras se repetían una y otra vez
                  en su mente. John pasó del frío inicial a un súbito calor. Las mejillas, inyectadas
                  en  sangre,  le  ardían,  la  habitación  vacilaba  y  se  ensombrecía  ante  sus  ojos.
                  Rechinó los dientes. «Lo mataré, lo mataré, lo mataré…», empezó a decir. Y, de
                  pronto, surgieron otras palabras:

                                Cuando duerma, borracho, o esté enfurecido,
                                o goce del placer incestuoso de la cama…

                        La magia estaba de su parte, la magia lo explicaba todo y daba órdenes.
                  John  volvió  al  cuarto  exterior.  «Cuando  duerma,  borracho…»  El  cuchillo  de
                  cortar la carne estaba en el suelo, junto al hogar. John lo cogió y, de puntillas, se
                  acercó  de  nuevo  al  umbral.  «Cuando  duerma,  borracho;  cuando  duerma,
                  borracho…» Cruzó corriendo la estancia y clavó el cuchillo  —¡oh, la sangre!—
                  dos veces, mientras Popé despertaba de su sueño; levantó la mano para volver a
                  clavar el cuchillo, pero alguien le cogió la muñeca y —¡oh, oh!— se la retorció.
                  John no podía moverse, estaba cogido, y veía los ojillos negros de Popé, muy
                  cerca de él, mirándole fijamente. John desvió la mirada. En el hombro izquierdo
                  de Popé aparecían dos cortes. «¡Oh, mira, sangre! —gritaba Linda—. ¡Sangre!».
                  Nunca había podido soportar la vista de la sangre. Popé levantó la otra mano…
                  «para  pegarme»,  pensó  John.  Se  puso  rígido  para  aguantar  el  golpe.  Pero  la
                  mano lo cogió por debajo del mentón y le obligó a levantar la cabeza y a mirar a
                  Popé a los ojos. Durante largo rato, horas y más horas. Y de pronto —no pudo
                  evitarlo— John empezó a llorar. Y Popé se echó a reír. «Anda, ve —dijo, en su
                  lengua india—. Ve, mi valiente Thaiyuta». Y John corrió al otro cuarto, a ocultar
                  sus lágrimas.
                        —Ya tienes quince años —dijo el viejo Mitsima, en su lengua india—. Te
                  enseñaré a modelar la arcilla.
                        En cuclillas, junto al río, trabajaron juntos.
                        —Ante  todo  —dijo  Mitsima,  cogiendo  un  terrón  de  arcilla  húmeda  entre
                  sus manos—, haremos una luna pequeña.
                        El anciano aplastó el terrón dándole forma de disco, y después levantó sus
                  bordes; la luna se convirtió en un bol.
                        Lenta, torpemente, John imitó los delicados gestos del anciano.
                        —Una luna, una taza, y ahora una serpiente.
                        Mitsima  cogió  otro  terrón  de  arcilla  y  formó  con  él  un  largo  cilindro
                  flexible, lo dobló hasta darle la forma de un círculo perfecto y lo colocó encima
                  del borde del bol.
                        —Después otra serpiente, y otra, y otra.
                        Círculo tras círculo, Mitsima levantó los costados de la jarra; era estrecha
                  en la parte inferior, se hinchaba hacia el centro y volvía a estrecharse en la parte
                  del cuello. Mitsima modelaba, daba palmaditas, acariciaba y rascaba la arcilla; y
                  al fin salió de sus manos el típico jarro de agua de Malpaís, si bien era de color
                  blanco cremoso en lugar de negro, y blando todavía. La contrahecha imitación
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