Page 79 - Un-mundo-feliz-Huxley
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del jarro de Mitsima, obra de John, estaba a su lado. Mirando los dos jarros,
                  John no pudo reprimir una carcajada.
                        —Pero el próximo será mejor —dijo.
                        Y empezó a humedecer otro terrón de arcilla.
                        Modelar, dar forma, sentir cómo sus dedos adquirían habilidad y fuerza le
                  proporcionaba un placer extraordinario.
                        —«Vitamina  A,  Vitamina  B,  Vitamina  C»  —canturreaba,  mientras
                  trabajaba—. «La grasa está en el hígado, y el bacalao en el mar…»
                        Y también Mitsima cantaba: una canción sobre la matanza de un oso.
                        Trabajaron  todo  el  día;  y  el  día  entero  estuvo  lleno  de  una  felicidad
                  intensa, absorbente.
                        —El próximo invierno —dijo el viejo Mitsima— te enseñaré a construir un
                  arco.
                        John  esperó  largo  rato  delante  de  la  casa;  y  al  fin  terminaron  las
                  ceremonias que se celebraban en el interior. La puerta se abrió y ellos salieron.
                  Primero Kothlu, con la mano derecha extendida, fuertemente cerrado el puño,
                  como si guardara una joya preciosa. Le seguía Kiakimé, también con la mano
                  derecha extendida, pero cerrado el puño. Caminaban en silencio, y en silencio,
                  detrás  de  ellos,  seguían  los  hermanos,  las  hermanas,  los  primos  y  la  gente
                  mayor.
                        Salieron  del  pueblo,  cruzando  la  altiplanicie.  Al  llegar  al  borde  del
                  acantilado se detuvieron, cara al sol matutino. Kothlu abrió el puño. Vióse en la
                  palma de su mano una pulgarada de blanca harina de maíz; Kothlu le echó un
                  poco de su aliento, pronunció unas palabras misteriosas y arrojó la harina, un
                  puñado de polvo blanco, en dirección al sol. Kiakimé hizo lo mismo. Después el
                  padre de Kiakimé avanzó un paso, y levantando un bastón litúrgico adornado
                  con  plumas,  pronunció  una  larga  oración  y  acabó  arrojando  el  bastón  en  la
                  misma dirección que había seguido la harina de maíz.
                        —Se acabó —dijo el viejo Mitsima en voz alta—. Están casados.
                        —Bueno  —dijo  Linda, cuando se volvieron—; yo sólo digo  que no veo la
                  necesidad  de  armar  tanto  alboroto  por  una  insignificancia  como  esta.  En  los
                  países civilizados, cuando un muchacho desea a una chica, se limita a… Pero,
                  ¿adónde vas, John?
                        John no le hizo caso y echó a correr lejos, muy lejos, donde pudiera estar
                  solo.
                        «Se  acabó».  Las  palabras  del  viejo  Mitsima  seguían  resonando  en  su
                  mente.  «Se  acabó,  se  acabó…»  En  silencio  y  desde  lejos,  pero  violenta,
                  desesperadamente,  sin  esperanza  alguna,  John  había  amado  a  Kiakimé.  Y
                  ahora, todo había acabado. John tenía dieciséis años.
                        Cuando  la  luna  fuese  llena,  en  la  Kiva  de  los  Antílopes  se  revelarían
                  muchos secretos, se ejecutarían muchos ritmos ocultos. Los muchachos bajarían
                  a  la  Kiva  y  saldrían  de  ella  convertidos  en  hombres.  Todos  estaban  un  poco
                  asustados y al mismo tiempo impacientes.
                        Al fin llegó el día. El sol fue al ocaso y apareció la luna. John fue con los
                  demás. Ante la entrada de la Kiva esperaban unos hombres morenos; la escalera
                  de mano descendía hacia las profundidades iluminadas con una luz rojiza. Ya
                  los primeros habían empezado a bajar. De pronto, uno de los hombres avanzó,
                  lo agarró por un brazo y lo sacó de la fila. John logró escapar de sus manos y
                  volver a ocupar su lugar entre los otros. Esta vez el hombre lo agarró por los
                  cabellos y le golpeó.
                        —¡Tú no, albino!
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