Page 77 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 77

Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda
                  apenas  sabía  nada.  Los  viejos  del  pueblo  daban  respuestas  mucho  más
                  concretas.
                        «La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la
                  semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la
                  Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonawilona enterró
                  las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas
                  empezaron a germinar…»
                        Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de
                  haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio
                  un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y
                  parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas
                  aparecían  sueltas  o  arrugadas.  John  lo  cogió  y  miró  la  portadilla.  El  libro  se
                  titulaba Obras Completas de William Shakespeare.
                        Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.
                        —Popé lo trajo —dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese
                  la suya—. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente
                  estaba allí desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado
                  una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te
                  servirá para hacer prácticas de lectura.
                        Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se
                  volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.

                                John abrió el libro al azar.
                                Nada, sólo vivir
                                en el rancio sudor de un lecho inmundo,
                                cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor
                                sobre el maculado camastro…

                        Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del
                  trueno;  como  los  tambores  de  las  danzas  de  verano  si  los  tambores  supieran
                  hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía
                  llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos
                  tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe.
                  Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque
                  aquello  significaba  algo  más,  porque  le  hablaba  a  él;  le  hablaba
                  maravillosamente,  de  una  manera  sólo  a  medias  comprensible,  con  un  poder
                  mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allí, roncando, con la
                  taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.
                        John odiaba a Popé cada vez más. Un hombre puede sonreír y sonreír y ser
                  un villano. Un villano incapaz de remordimientos, traidor, cobarde, inhumano.
                  ¿Qué  significaban  exactamente  estas  palabras?  John  sólo  lo  sabía  a  medias.
                  Pero su magia era poderosa, y las palabras seguían resonando en su cerebro, y
                  en  cierta  manera  era  como  si  hasta  entonces  no  hubiese  odiado  realmente  a
                  Popé; como si no le hubiese odiado realmente porque nunca había sido capaz de
                  expresar cuánto le odiaba. Pero ahora John tenía estas palabras, estas palabras
                  que eran como tambores, como cantos, como fórmulas mágicas.
                        Un día, cuando John volvió a casa, después de sus juegos, encontró abierta
                  la puerta del cuarto interior y los vio yaciendo los dos en la cama, dormidos: la
                  blanca Linda, y Popé, casi negro a su lado, con un brazo bajo los hombros de ella
                  y  el  otro  encima  de  su  pecho,  con  una  de  sus  trenzas  negras  sobre  la  blanca
   72   73   74   75   76   77   78   79   80   81   82