Page 75 - Un-mundo-feliz-Huxley
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la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido
nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.
—Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? —le preguntó aquella
noche.
John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían
terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y
porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.
—¿Por qué querían hacerte daño, Linda?
—No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?
Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la
cara sepultada en la almohada.
—Dicen que estos hombres son sus hombres —prosiguió.
Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se
hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final,
Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.
—¡Oh, no, no llores, Linda! ¡No llores!
John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.
Linda gritó:
—¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!
Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.
—¡Imbécil! —le gritó su madre.
Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.
Una, y otra, y otra más…
—¡Linda! —gritó John—. ¡Oh, madre, no, no!
—Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.
—Pero, Linda… ¡Oh!
Otro cachete en la mejilla.
—Me he vuelto como una salvaje —gritaba Linda—. Tengo hijos como un
animal… De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector,
hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una
vergüenza demasiado grande.
John adivinó que iba a pegarle de nuevo y levantó un brazo para
protegerse la cara.
—¡Oh, no, Linda, no, por favor!
—¡Bestezuela!
Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.
—¡No, Linda!
John cerró los ojos, esperando el golpe.
Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos
y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó
y empezó a besarle, una y otra vez.
Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.
—¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?
—De veras.
Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los
juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de
beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y
las películas que se podían oír, y palpar y ver, y otra caja que producía olores
agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas,
y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a
todo el mundo, y las cajas que permitían ver y oír todo lo que ocurría en el otro