Page 76 - Un-mundo-feliz-Huxley
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extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos… todo limpísimo,
sin malos olores, sin suciedad… Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres
y felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más
felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre… John la escuchaba
embelesado.
Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla
con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con
nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día
empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó
piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre
no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.
Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared
—un animal echado, un niño dentro de una botella—, y después escribía detrás:
«El gato duerme», «El peque está en el bote». John aprendió deprisa y con
facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la
pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de aquellos
graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo
había visto ya muchas veces.
—Cuando seas mayor —le decía siempre su madre— te dejaré leerlo.
Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.
—Temo que no lo encontrarás muy apasionante —dijo Linda—, pero es el
único que tengo. —Y suspiró—. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer
que tenemos en Londres!
John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del
embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de
Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro al
suelo.
—¡Libro feo, libro feo! —exclamó.
Y se echó a llorar.
Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a
veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado. Cuando se le rompían los
vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la
gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva.
—¡Harapiento, harapiento! —le chillaban los muchachos.
«Pero yo sé leer —se decía John—, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es
leer». No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le
importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.
Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto
más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más
largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando
ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera
podía contestarle.
—¿Qué son productos químicos? —preguntaba John.
—¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas
y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y
cosas por el estilo.
—Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?
—No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se
envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén
Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no
trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.