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Capítulo VIII




                        Fuera,  entre  el  polvo  y  la  basura  (a  la  sazón  había  ya  cuatro  perros),
                  Bernard y John paseaban lentamente.
                        —Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir… Es
                  como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y
                  toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad… —Movió la cabeza—.
                  Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.
                        —¿Que te explique qué?
                        —Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la casita en
                  las afueras—. Todo. Toda tu vida.
                        —Pero, ¿qué puedo decir yo?
                        —Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
                        —Desde tan atrás como pueda recordar… —John frunció el ceño.
                        Siguió un largo silencio.
                        John  recordaba  una  estancia  enorme,  muy  oscura;  había  en  ella  unos
                  armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie,
                  en  torno  a  aquellos  armatostes,  tejiendo  mantas,  según  dijo  Linda.  Linda  le
                  ordenó  que  se  sentara  en  un  rincón,  con  los  otros  niños.  De  pronto  la  gente
                  empezó  a  hablar  en  voz  muy  alta,  y  unas  mujeres  empujaban  a  Linda  hacia
                  fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó
                  por qué estaban enojadas.
                        —Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—.
                  ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!
                        John  le  preguntó  qué  quería  decir  «salvajes».  Cuando  volvieron  a  casa,
                  Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de
                  un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba
                  en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió
                  mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto.
                  Cuando  Popé  se  hubo  marchado,  John  entró  en  la  habitación.  Linda  estaba
                  acostada y dormía profundamente.
                        Popé  solía  ir  por  la  casa.  Decía  que  el  líquido  de  la  calabaza  se  llamaba
                  mescal;  pero  Linda  decía  que  debía  llamarse  soma;  sólo  que  después  uno  se
                  encontraba  mareado.  John  odiaba  a  Popé.  Les  odiaba  a  todos,  a  todos  los
                  hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños —
                  recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y
                  oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no
                  entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo
                  cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una
                  mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: «¡Oh, no, no, no!».
                        John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba
                  acostada.  Una  de  las  mujeres  la  sujetaba  por  las  muñecas.  La  otra  se  había
                  sentado  encima  de  sus  piernas  para  que  no  pudiera  patalear.  La  tercera  la
                  golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando,
                  John se agarró al borde del manto de la mujer. «Por favor, por favor». Con la
                  mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda
                  chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó
                  un  mordisco  con  todas  sus  fuerzas.  La  mujer  gritó,  libró  la  mano  que  tenía
                  cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo,
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