Page 74 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 74
Capítulo VIII
Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros),
Bernard y John paseaban lentamente.
—Para mí es muy difícil comprenderlo —decía Bernard—, reconstruir… Es
como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y
toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad… —Movió la cabeza—.
Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.
—¿Que te explique qué?
—Esto. —Y Bernard señaló el pueblo—. Y esto. —Y ahora señaló la casita en
las afueras—. Todo. Toda tu vida.
—Pero, ¿qué puedo decir yo?
—Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.
—Desde tan atrás como pueda recordar… —John frunció el ceño.
Siguió un largo silencio.
John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos
armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie,
en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le
ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente
empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia
fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó
por qué estaban enojadas.
—Porque he roto una cosa —dijo Linda. Y entonces se enojó ella también—.
¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? —dijo—. ¡Salvajes!
John le preguntó qué quería decir «salvajes». Cuando volvieron a casa,
Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de
un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba
en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió
mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto.
Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba
acostada y dormía profundamente.
Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba
mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se
encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los
hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños —
recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas—, John volvió a casa y
oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no
entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo
cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una
mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: «¡Oh, no, no, no!».
John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba
acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había
sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la
golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando,
John se agarró al borde del manto de la mujer. «Por favor, por favor». Con la
mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda
chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó
un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía
cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo,