Page 67 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Uno de ellos empuñaba un cepillo de plumas, el otro llevaba en cada mano
                  lo  que  a  distancia  parecían  tres  o  cuatro  trozos  de  cuerda  gruesa.  Una  de  las
                  cuerdas  se  retorcía  inquieta,  y  súbitamente  Lenina  comprendió  que  eran
                  serpientes.
                        —No me gusta —exclamó Lenina—. No me gusta.
                        Todavía  le  gustó  menos  lo  que  le  esperaba  a  la  entrada  del  pueblo,  en
                  donde  su  guía  los  dejó  solos  para  entrar  a  pedir  instrucciones.  Suciedad,
                  montones de basura, polvo, perros, moscas… Con el rostro distorsionado en una
                  mueca de asco, Lenina se llevó un pañuelo a la nariz.
                        —Pero, ¿cómo pueden vivir así? —estalló.
                        En  su  voz  sonaba  un  matiz  de  incredulidad  indignada.  Aquello  no  era
                  posible.
                        Bernard se encogió filosóficamente de hombros.
                        —Piensa  que  llevan  cinco  o  seis  mil  años  viviendo  así  —dijo—.  Supongo
                  que a estas alturas ya estarán acostumbrados.
                        —Pero la limpieza nos acerca a la fordeza —insistió Lenina.
                        —Sí, y civilización es esterilización —prosiguió Bernard, completando así,
                  en  tono  irónico,  la  segunda  lección  hipnopédica  de  higiene  elemental—.  Pero
                  esta  gente  no  ha  oído  hablar  jamás  de  Nuestro  Ford  y  no  está  civilizada.  Por
                  consiguiente, es inútil que…
                        —¡Oh, mira! —exclamó Lenina, cogiéndose de su brazo.
                        Un indio casi desnudo descendía muy lentamente por la escalera de mano
                  de una casa vecina, peldaño tras peldaño, con la temblorosa cautela de la vejez
                  extrema. Su rostro era negro y aparecía muy arrugado, como una máscara de
                  obsidiana. Su boca desdentada se hundía entre sus mejillas. En las comisuras de
                  los labios y a ambos lados del mentón pendían, sobre la piel oscura, unos pocos
                  pelos largos y casi blancos. Los cabellos largos y sueltos colgaban en mechones
                  grises a ambos lados de su rostro. Su cuerpo aparecía encorvado y flaco hasta los
                  huesos,  casi  descarnado.  Bajaba  lentamente,  deteniéndose  en  cada  peldaño
                  antes de aventurarse a dar otro paso.
                        —Pero, ¿qué le pasa? —susurró Lenina.
                        En sus ojos se leía el horror y el asombro.
                        —Nada;  sencillamente,  es  viejo  —contestó  Bernard,  aparentando
                  indiferencia, aunque no sentía tal.
                        —¿Viejo? —repitió Lenina—. Pero… también el director es viejo; muchas
                  personas son viejas; pero no son así.
                        —Porque no les permitimos ser así. Las preservamos de las enfermedades.
                  Mantenemos sus secreciones internas equilibradas artificialmente de modo que
                  conserven  la  juventud.  No  permitimos  que  su  equilibrio  de  magnesio-calcio
                  descienda por debajo de lo que era en los treinta años. Les damos transfusiones
                  de sangre joven. Estimulamos de manera permanente su metabolismo. Por esto
                  no tienen este aspecto. En parte —agregó— porque la mayoría mueren antes de
                  alcanzar la edad de este viejo. Juventud casi perfecta hasta los sesenta años, y
                  después, ¡plas!, el final.
                        Pero  Lenina  no  le  escuchaba.  Miraba  al  viejo,  que  seguía  bajando
                  lentamente.  Al  fin,  sus  pies  tocaron  el  suelo.  Y  se  volvió.  Al  fondo  de  las
                  profundas  órbitas  los  ojos  aparecían  extraordinariamente  brillantes,  y  la
                  miraron un largo momento sin expresión alguna, sin sorpresa, como si Lenina
                  no se hallara presente. Después, lentamente, con el espinazo doblado, el viejo
                  pasó por el lado de ellos y se fue.
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