Page 70 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 70

los tambores estallaron en una carrera loca de notas; y se oyó un grito unánime
                  de la multitud. Los danzarines saltaron hacia delante, recogieron las serpientes
                  y  huyeron  de  la  plaza.  Hombres,  mujeres  y  niños,  todos  corrieron  en  pos  de
                  ellos. Un minuto después la plaza estaba desierta; sólo quedaba el muchacho,
                  cara  al  suelo,  en  el  mismo  sitio  donde  se  había  desplomado,  inmóvil.  Tres
                  ancianas  salieron  de  una  de  las  casas,  y,  no  sin  dificultad,  lo  levantaron  y  lo
                  entraron  en  ella.  El  águila  y  el  hombre  crucificado  siguieron  montando  la
                  guardia  un  rato  ante  la  plaza  desierta;  después,  como  si  ya  hubiesen  visto  lo
                  suficiente,  se  hundieron  por  las  escotillas  y  desaparecieron  en  el  seno  de  su
                  mundo subterráneo.
                        Lenina todavía sollozaba.
                        —¡Qué  horrible!  —repetía  una  y  otra  vez,  ante  los  vanos  consuelos  de
                  Bernard—.  ¡Qué  horrible!  ¡Esa  sangre!  —Se  estremeció—.  ¡Y  no  tener  ni  un
                  gramo de soma!
                        En la habitación interior se oyeron unos pasos.
                        El atuendo del joven que salió a la terraza era indio; pero sus trenzados
                  cabellos eran de color pajizo, sus ojos azules, y su piel blanca, aunque bronceada
                  por el sol.
                        —Hola. Buenos días —dijo el desconocido, en un inglés correcto, pero algo
                  peculiar—. Ustedes son civilizados, ¿verdad? ¿Vienen del Otro Sitio, de fuera de
                  la Reserva?
                        —Pero, ¿quién demonios…? —empezó Bernard, asombrado.
                        El joven suspiró y meneó la cabeza.
                        —El más desdichado de los caballeros —dijo. Y, señalando las manchas de
                  sangre del centro de la plaza, añadió—: ¿Ven ustedes esa maldita mancha?
                        Y en su voz temblaba la emoción.
                        —Un  gramo  es  mejor  que  un  terno  —dijo  Lenina,  maquinalmente,  sin
                  apartar las manos de su rostro—. ¡Ojalá tuviera un poco de soma!
                        —Yo debía estar  allí  —prosiguió el joven—. ¿Por qué no me dejan ser la
                  víctima? Yo hubiese dado diez vueltas, doce, acaso quince. Palowhtiwa sólo dio
                  siete. Hubiesen podido sacarme el doble de sangre. Teñir de púrpura los mares
                  multitudinarios. —Abrió los brazos en un amplio ademán y luego los dejó caer
                  con desesperación—. Sin embargo, no me lo permiten. No les gusto, a causa del
                  color de mi piel. Siempre ha sido así. Siempre.
                        Las lágrimas asomaron a los ojos del joven; avergonzado, apartó el rostro.
                        El  asombro  hizo  olvidar  a  Lenina  su  privación  de  soma.  Descubrió  su
                  rostro y, por primera vez, miró al desconocido.
                        —¿Quiere usted decir que deseaba que le azotaran con aquel látigo?
                        Todavía con el rostro apartado, el joven asintió con la cabeza.
                        —Por el bien del pueblo; para que llueva y el maíz crezca. Y para agradar a
                  Pukong y a Jesús. Y también para demostrar que puedo soportar el dolor sin
                  gritar.  Sí  —y  su  voz,  súbitamente,  cobró  una  nueva  resonancia,  y  se  volvió,
                  cuadrando los hombros y levantando el mentón en actitud de orgullo y de reto—
                  , para demostrarles que soy hombre… ¡Oh!
                        Se le cortó el aliento y permaneció en silencio, boqueando. Por primera vez
                  en su vida había visto la cara de una muchacha cuyas mejillas no eran de color
                  de chocolate o de piel de perro, cuyos cabellos eran castaños y ondulados, y cuya
                  expresión (¡asombrosa novedad!) era de benévolo interés.
                        Lenina le sonreía: «¡Qué chico tan guapo!  —pensaba—. Tiene un cuerpo
                  realmente hermoso». La sangre se agolpó en la cara del muchacho; bajó los ojos,
                  volvió a levantarlos un momento sólo para volver a verla sonriéndole, y se sintió
   65   66   67   68   69   70   71   72   73   74   75