Page 69 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Pero poco después le recordó mucho menos aquellas inocentes funciones.
                  Porque,  de  pronto,  de  aquellos  sótanos  circulares  había  brotado  un  ejército
                  fantasmal  de  monstruos.  Cubiertos  con  máscaras  horribles  o  pintados  hasta
                  perder  todo  aspecto  humano,  habían  comenzado  a  bailar  una  extraña  danza
                  alrededor de la plaza; vueltas y más vueltas, siempre cantando; vueltas y más
                  vueltas,  cada  vez  un  poco  más  deprisa;  los  tambores  habían  cambiado  y
                  acelerado su ritmo, de modo que ahora recordaban el latir de la fiebre en los
                  oídos; y la muchedumbre había empezado a cantar con los danzarines, cada vez
                  más fuerte; primero una mujer había chillado, y luego otra, y otra, como si las
                  mataran;  de  pronto,  el  que  conducía  a  los  danzarines  se  destacó  de  la  hilera,
                  corrió  hacia  una  caja  de  madera  que  se  hallaba  en  un  extremo  de  la  plaza,
                  levantó  la  tapa  y  sacó  de  ella  un  par  de  serpientes  negras.  Un  fuerte  alarido
                  brotó de la multitud, y todos los demás danzarines corrieron hacia él tendiendo
                  las manos. El hombre arrojó las serpientes a los que llegaron primero y se volvió
                  hacia la caja para coger más. Más y más, serpientes negras, pardas y moteadas,
                  que  iba  arrojando  a  los  danzarines.  Después  la  danza  se  reanudó,  con  otro
                  ritmo. Los danzarines seguían dando vueltas, con sus serpientes en las manos y
                  serpenteando a su vez, con un movimiento ligeramente ondulatorio de rodillas y
                  caderas. Vueltas y más vueltas. Después el jefe dio una señal y, una tras otra,
                  todas  las  serpientes  fueron  arrojadas  al  centro  de  la  plaza;  un  viejo  salió  del
                  subterráneo y les arrojó harina de maíz; por la otra escotilla apareció una mujer
                  y les arrojó agua de un jarro negro. Después el viejo levantó una mano y se hizo
                  un silencio absoluto terrorífico. Los tambores dejaron de sonar; pareció como si
                  la vida hubiese tocado a su fin. El viejo señaló hacia las dos escotillas que daban
                  entrada al mundo inferior. Y lentamente, levantadas por manos invisibles, desde
                  abajo, emergieron, de una de ellas la imagen pintada de un águila, y de la otra
                  de  un  hombre  desnudo  y  clavado  en  una  cruz.  Emergieron  y  permanecieron
                  suspendidas aparentemente en el aire, como si contemplaran el espectáculo. El
                  anciano dio una palmada. Completamente desnudo —excepto una breve toalla
                  de algodón, blanca—, un muchacho de unos dieciocho años salió de la multitud
                  y se quedó de pie ante él, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza
                  gacha. El anciano trazó la señal de la cruz sobre él y se retiró. Lentamente, el
                  muchacho  empezó  a  dar  vueltas  en  torno  del  montón  de  serpientes  que  se
                  retorcían.  Había completado ya la primera vuelta y se hallaba en  mitad de la
                  segunda  cuando,  de  entre  los  danzarines,  un  hombre  alto,  que  llevaba  una
                  máscara de coyote y en la mano un látigo de cuero trenzado, avanzó hacia él. El
                  muchacho siguió caminando como si no se hubiera dado cuenta de la presencia
                  del  otro.  El  hombre  coyote  levantó  el  látigo;  hubo  un  largo  momento  de
                  expectación; después, un rápido movimiento, el silbido del látigo y su impacto
                  en la carne. El cuerpo del muchacho se estremeció, pero no despegó los labios y
                  reanudó la marcha, al mismo paso lento y regular. El coyote volvió a golpear,
                  una y otra vez; cada latigazo provocaba primero una suspensión y después un
                  profundo gemido de la muchedumbre. El muchacho seguía andando. Dio dos
                  vueltas, tres, cuatro. La sangre corría. Cinco vueltas, seis.
                        De pronto, Lenina se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar.
                        —¡Oh, basta, basta! —imploró.
                        Pero  el  látigo  seguía  cayendo,  inexorable.  Siete  vueltas.  De  pronto  el
                  muchacho  vaciló,  y,  sin  exhalar  gemido  alguno,  cayó  de  cara  al  suelo.
                  Inclinándose sobre él, el anciano le tocó la espalda con una larga pluma blanca,
                  la levantó en alto un momento, roja de sangre, para que el pueblo la viera, y la
                  sacudió tres veces sobre las serpientes. Cayeron unas pocas gotas, y súbitamente
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