Page 71 - Un-mundo-feliz-Huxley
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tan trastornado que tuvo que volver la cara y fingir que miraba con gran interés
algo situado en el otro extremo de la plaza.
Las preguntas de Bernard aportaron una distracción.
¿Quién? ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿De dónde? Con los ojos fijos en la cara de
Bernard (porque deseaba tan apasionadamente ver la sonrisa de Lenina que no
se atrevía a mirarla), el muchacho intentó explicarse. Linda y él —Linda era su
madre (la palabra puso muy violenta a Lenina)— eran extranjeros en la Reserva.
Linda había llegado del Otro Lugar mucho tiempo atrás, antes de que él naciera,
con un hombre que era el padre del joven. (Bernard aguzó el oído.) Linda había
ido a dar un paseo, sola por las montañas del Norte, y al caer por un barranco se
había herido en la cabeza.
—Siga, siga —dijo Bernard, lleno de excitación.
Unos cazadores de Malpaís la habían encontrado y traído al pueblo. En
cuanto al hombre que era el padre del muchacho, Linda no había vuelto a verle.
Se llamaba Tomakin. (Sí, «Thomas» era el nombre de pila del DIC). Debió de
haberse marchado de nuevo al Otro Lugar, sin ella. Sin duda era un hombre
malo, infiel, depravado.
—Y así nací en Malpaís —concluyó el joven—. En Malpaís.
Y movió la cabeza.
¡Qué inmundicia en aquella casita de las afueras del pueblo!
Un trecho cubierto de polvo y de basuras la separaba de la aldea. Ante su
puerta, dos perros hambrientos hurgaban de un modo repugnante en la basura.
Dentro, cuando ellos entraron, la penumbra hedía y aparecía llena de moscas.
—¡Linda! —llamó el muchacho.
Desde el interior, una voz áspera de mujer dijo:
—¡Voy!
Esperaron. En el suelo se veían unas escudillas que contenían los restos de
un ágape, o acaso de varios.
La puerta se abrió. Una india rubia y muy corpulenta cruzó el umbral y se
quedó mirando a los forasteros, incrédulamente, boquiabierta. Lenina observó
con desagrado que le faltaban dos dientes. Y el color de los que quedaban… Se
estremeció. Era peor que el viejo. ¡Y tan gorda! Una cara abotagada, cubierta de
arrugas. ¡Y aquellas mejillas flácidas, con manchas purpúreas! ¡Y aquellas venas
rojas en la nariz! ¡Y aquellos ojos inyectados en sangre! ¡Y aquel cuello…! ¡Aquel
cuello! ¡Y la manta que llevaba en la cabeza, vieja y sucia! Y bajo la túnica
áspera, de color pardo, aquellos pechos enormes, la redondez del estómago, las
caderas… ¡Oh, mucho peor que el viejo, muchísimo peor! Y, de pronto, aquel ser
estalló en un torrente de palabras, corrió hacia Lenina y… (¡Ford! ¡Ford! Era
algo asqueroso; en otro momento hubiera podido marearse)… y la estrechó
contra su vientre, contra su pecho, y empezó a besarla. ¡Ford!, a besarla,
babeándole.
Ante ella vio un rostro hinchado y distorsionado; aquella criatura lloraba.
—¡Oh, querida! —El torrente de palabras fluía entre sollozos—. ¡Si supieras
cuán feliz soy! ¡Después de tantos años! ¡Una cara civilizada! ¡Sí, y ropas
civilizadas! Creí que no volvería a ver jamás una prenda de auténtica seda al
acetato. —Tocó la manga de la blusa de Lenina. Sus uñas aparecían negras—. ¡Y
esos preciosos pantalones cortos de pana de viscosa! ¿Sabes? Todavía tengo mis
vestidos viejos, los que llevaba cuando vine aquí, guardados en una caja.
Después te los enseñaré. Aunque, desde luego, el acetato se ha agujereado del
todo. Pero todavía tengo una cartuchera blanca estupenda; aunque la verdad es
que la tuya, de cuero verde, todavía es más bonita. ¡Para lo que me sirvió, mi