Page 63 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—… más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.
—No me diga —dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que
el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de
hacer.
Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina,
disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía
permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos
azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.
—Tocar la valla equivale a morir instantáneamente —decía el Guardián
solemnemente—. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para
Salvajes.
La palabra «fugarse» era sugestiva.
—¿Y si fuéramos allí? —sugirió, iniciando el ademán de levantarse.
La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo,
devorando su dinero.
—No hay fuga posible —repitió el Guardián, indicándole que volviera a
sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más
remedio que obedecer—. Los que han nacido en la Reserva… Porque, recuerde,
mi querida señora —agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en
un murmullo indecente—, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen,
sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos…
El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a
Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con
inteligencia y a decir:
—No me diga.
Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.
—Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.
Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis
litros por hora.
—Tal vez —intervino de nuevo Bernard—, tal vez deberíamos…
Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo
índice.
—Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no
lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.
—No me diga.
—Pues sí se lo digo, mi querida señora.
Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard estaba
pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación
proseguía.
—… Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes…
Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna
comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía sus repugnantes
hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me
refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas supersticiones…
Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados… lenguas muertas,
como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puercoespines y otros
animales feroces… enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos
venenosos…
—No me diga.
Por fin los soltó. Bernard se lanzó corriendo a un teléfono. Deprisa,
deprisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.