Page 62 - Un-mundo-feliz-Huxley
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                        El  viaje  transcurrió  sin  el  menor  incidente.  El  Cohete  Azul  del  Pacífico
                  llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro
                  minutos a causa  de un tornado en Texas, pero al llegar a los 95° de longitud
                  Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe
                  con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.
                        —Cuarenta  segundos  en  un  vuelo  de  seis  horas  y  media.  No  está  mal  —
                  reconoció Lenina.
                        Aquella  noche  durmieron  en  Santa  Fe.  El  hotel  era  excelente,
                  incomparablemente  mejor,  por  ejemplo,  que  el  horrible  Palacio  de  la  Aurora
                  Boreal  en  el  que  Lenina  había  sufrido  tanto  el  verano  anterior.  En  todas  las
                  habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución
                  de  cafeína  hirviente,  anticoncepcionales  calientes  y  ocho  clases  diferentes  de
                  perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba
                  en  funcionamiento  y  no  dejaba  nada  que  desear.  Un  letrero  en  el  ascensor
                  informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y
                  que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.
                        —¡Es realmente estupendo! —exclamó Lenina—. Casi me entran ganas de
                  quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!
                        —En la Reserva no habrá ni una sola —le advirtió Bernard—. Ni perfumes,
                  ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate
                  aquí hasta que yo vuelva.
                        Lenina se ofendió.
                        —Claro  que  puedo  resistirlo.  Sólo  dije  que  esto  es  estupendo  porque…,
                  bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?
                        —Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los
                  dieciséis —dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo.
                        —¿Qué decías?
                        —Dije  que  el  progreso  es  estupendo.  Por  esto  no  debes  ir  conmigo  a  la
                  Reserva, a menos que lo desees de veras.
                        —Pues lo deseo.
                        —De acuerdo, entonces —dijo Bernard, casi en tono de amenaza.
                        Su permiso requería la firma del Guardián de la Reserva, a cuyo despacho
                  acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos
                  pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.
                        El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de
                  cara  redonda  y  anchos  hombros,  con  una  voz  fuerte  y  sonora,  muy  adecuada
                  para  enunciar  ciencia  hipnopédica.  Era  una  auténtica  mina  de  informaciones
                  innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa
                  nunca, con su voz de trueno, resonante…
                        —… quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-
                  Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.
                        En  aquel  instante,  sin  razón  alguna,  Bernard  recordó  de  pronto  que  se
                  había  dejado  abierto  el  grifo  del  agua  de  Colonia  de  su  cuarto  de  baño,  en
                  Londres.
                        —… alimentada con  corriente procedente de la central hidroeléctrica  del
                  Gran Cañón…
                        Me  costará  una  fortuna  cuando  vuelva.  Mentalmente,  Bernard  veía  el
                  indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear
                  inmediatamente a Helmholtz Watson.
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