Page 68 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Pero, ¡esto es terrible! —susurró Lenina—. ¡Horrible! No debimos haber
venido.
Buscó su ración de soma en el bolsillo, sólo para descubrir que, por un
olvido sin precedentes, se había dejado el frasco en la hospedería. También los
bolsillos de Bernard se hallaban vacíos.
Lenina tuvo que enfrentarse con los horrores de Malpaís sin ayuda alguna.
Y los horrores se sucedieron a sus ojos rápidamente, sin descanso. El
espectáculo de dos mujeres jóvenes que amamantaban a sus hijos con su pecho
la sonrojó y la obligó a apartar el rostro. En toda su vida no había visto jamás
indecencia como aquella. Lo peor era que, en lugar de ignorarlo delicadamente,
Bernard no cesaba de formular comentarios sobre aquella repugnante escena
vivípara.
—¡Qué relación tan maravillosamente íntima! —dijo, en un tono
deliberadamente ofensivo—. ¡Qué intensidad de sentimientos debe generar! A
menudo pienso que es posible que nos hayamos perdido algo muy importante
por el hecho de no tener madre. Y quizá tú te hayas perdido algo al no ser
madre, Lenina. Imagínate a ti misma sentada aquí, con un hijo tuyo…
—¡Bernard! ¿Cómo puedes…?
El paso de una anciana que sufría de oftalmia y de una enfermedad de la
piel la distrajo de su indignación.
—Vámonos —imploró—. No me gusta nada. Pero en aquel momento su
guía volvió, e, invitándoles a seguirle, abrió la marcha por una callejuela entre
dos hileras de casas. Doblaron una esquina. Un perro muerto yacía en un
montón de basura; una mujer con bocio despiojaba a una chiquilla. El guía se
detuvo al pie de una escalera de mano, levantó un brazo perpendicularmente, y
después lo bajó señalando hacia delante. Lenina y Bernard hicieron lo que el
hombre les había ordenado por señas; treparon por la escalera y cruzaron un
umbral que daba acceso a una estancia larga y estrecha, muy oscura, y que hedía
a humo, a grasa frita y a ropas usadas y sucias. Al otro extremo de la estancia se
abría otra puerta a través de la cual les llegaba la luz del sol y el redoble, fuerte y
cercano, de los tambores.
Salieron por esta puerta y se encontraron en una espaciosa terraza. A sus
pies, encerrada entre casas altas, se hallaba la plaza del pueblo, atestada de
indios. Mantas de vivos colores y plumas en las negras cabelleras, y brillo de
turquesas, y de pieles negras que relucían por el sudor. Lenina volvió a llevarse
el pañuelo a la nariz. En el espacio abierto situado en el centro de la plaza había
dos plataformas circulares de ladrillo y arcilla apisonada que, evidentemente,
eran los tejados de dos cámaras subterráneas, porque en el centro de cada
plataforma había una escotilla abierta, a cuya negra boca asomaba una escalera
de mano. Por las dos escotillas salía un débil son de flautas casi ahogado por el
redoble incesante de los tambores.
Se produjo de pronto una explosión de cantos: cientos de voces masculinas
gritando briosamente al unísono, en un estallido metálico, áspero. Unas pocas
notas muy prolongadas, y un silencio, el silencio tonante de los tambores;
después, aguda, en un chillido desafinado, la respuesta de las mujeres. Después,
de nuevo los tambores; y una vez más la salvaje afirmación de virilidad de los
hombres.
Raro, sí. El lugar era raro, y también la música, y no menos los vestidos, y
los bocios y las enfermedades de la piel, y los viejos. Pero, en cuanto al
espectáculo en sí, no resultaba especialmente raro.
—Me recuerda un Canto de Comunidad de casta inferior —dijo a Bernard.