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Capítulo VII




                        La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado.
                  El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través
                  del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel
                  navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se
                  levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo de
                  Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior,
                  las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo
                  azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros;
                  en tres de sus lados se abrían pobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas
                  pocas  columnas  de  humo  ascendían  verticalmente  en  el  aire  inmóvil  y  se
                  desvanecían en lo alto.
                        —¡Qué  raro  es  todo  esto!  —dijo  Lenina—.  Muy  raro.  —Era  su  expresión
                  condenatoria favorita—. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.
                        Señaló  al  guía  indio  que  debía  llevarles  al  pueblo.  Tales  sentimientos,
                  evidentemente,  eran  recíprocos;  el  hombre  les  precedía  y,  por  tanto,  sólo  le
                  veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.
                        —Además —agregó Lenina, bajando la voz—, apesta.
                        Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.
                        De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera,
                  con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores
                  sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso
                  corazón,  y  aceleraron  el  paso.  El  sendero  que  seguían  los  llevó  al  pie  del
                  precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de
                  ellos, casi a cien pies de altura.
                        —Ojalá  hubiésemos  traído  el  helicóptero  —dijo  Lenina,  levantando  la
                  mirada con enojo ante el muro de roca—. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno
                  se siente tan pequeño, a los pies de una colina!
                        Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca
                  de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas.
                  En  una  grieta  de  la  roca  se  veía  un  montón  de  huesos.  El  conjunto  resultaba
                  opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso.
                  Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la
                  altiplanicie era un llano liso, rocoso.
                        —Como la Torre de Charing-T —comentó Lenina.
                        Pero  no  tuvo  ocasión  de  gozar  largo  rato  del  descubrimiento  de  aquel
                  tranquilizador  parecido.  El  rumor  aterciopelado  de  unos  pasos  los  obligó  a
                  volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos
                  pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más
                  tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre,
                  dos indios se acercaban corriendo por el sendero.
                        Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja.
                  Pendían  de  sus  hombros  sendos  mantos  de  plumas  de  pavo;  y  enormes
                  diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso
                  que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas
                  de  turquesa  entrechocaban  y  sonaban  alegremente.  Se  aproximaron  sin  decir
                  palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de
                  ciervo.
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