Page 72 - Un-mundo-feliz-Huxley
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cartuchera! —Y de nuevo se echó a llorar—. Supongo que John ya os lo ha
contado. ¡Lo que tuve que sufrir! ¡Y sin un gramo de soma! Sólo un trago de
mescal de vez en cuando, cuando Popé me lo traía. Popé es un muchacho que
era amigo mío. Pero el mescal deja una resaca terrible, y el peyotl marca;
además, al día siguiente todavía me sentía más avergonzada. Y lo estaba mucho.
Piénsalo por un momento: yo, una Beta, tener un hijo; ponte en mi sitio. —La
sugerencia hizo estremecer a Lenina—. Aunque no fue mía la culpa, lo juro;
todavía no sé cómo pudo ocurrir, teniendo en cuenta que hice todos los
ejercicios malthusianos, ya sabes, por tiempos: uno, dos, tres, cuatro. Lo juro;
pero el caso es que ocurrió; y, naturalmente, aquí no había ni un solo Centro
Abortivo.
Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.
—Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y luego un
baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en cambio…
Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los
ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los
secó con la falda.
—¡Oh, perdón! —dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de
Lenina—. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay
pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de
asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No
puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías.
«Civilización es Esterilización», solía decirles yo. Y «Arre, estreptococos, a
Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos», como si fueran niños.
Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré.
Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua
caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura
eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una
Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer
estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto.
Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos.
«A más remiendos, menos dinero». ¿No es verdad? Los remiendos eran
antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que
hacen es pura locura.
Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas
y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó
confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el
hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.
—Por ejemplo —susurró—, la forma en que la gente de aquí se empareja.
Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo
el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? —insistió, tirando a Lenina de la manga.
Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces había
contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores—.
Pues bien —prosiguió Linda—, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a
otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y
antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y
armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué
no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible. No, no puedo contártelo. —
Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció—. Son odiosas, las mujeres
de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios
malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto