Page 64 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes —se lamentó—.
¡Maldita incompetencia!
—Toma un gramo —sugirió Lenina.
Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró;
sí, allí estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien
prometió ir allí inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al
mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que DIC había dicho
en público la noche anterior.
—¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? —La voz de Bernard era
agónica—. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia…!
Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido,
con una expresión abatida.
—¿Qué ocurre? —preguntó la muchacha.
—¿Qué ocurre? —Bernard se dejó caer pesadamente en una silla—. Van a
enviarme a Islandia.
En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir
ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún
gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el
sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había
imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el
sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían
exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello —ahora se
daba perfecta cuenta— obedecía a que no las había tomado en serio; no había
creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el DIC tomara
decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse,
Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de
su valor puramente teórico.
Lenina movió la cabeza.
«Él fue y él será tanto me dan —citó—. Un gramo tomarás y sólo él es
verás».
Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de
cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se
abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del
Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la
azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un enano de uniforme
verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.
Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje
para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los
salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más
adecuado para pasar la noche.
Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde
cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y
bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los
bosques y de las profundidades violeta de los cañones, por encima de
despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la
línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de
la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura,
todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un ciervo o
un voraz buitre atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una
especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables
aniquiladores.