Page 60 - Un-mundo-feliz-Huxley
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debía haberse marchado sola al refugio. Así, pues, me arrastré como pude por el
                  valle,  siguiendo  el  mismo  camino  por  donde  habíamos  venido.  La  rodilla  me
                  dolía  horriblemente,  y  había  perdido  mis  raciones  de  soma.  Tuve  que  andar
                  horas. No llegué al refugio hasta pasada la medianoche. Y la chica no estaba; no
                  estaba —repitió el director. Siguió un silencio—. Bueno —prosiguió, al fin—, al
                  día  siguiente  se  organizó  una  búsqueda.  Pero  no  la  encontramos.  Debió  de
                  haber  caído  por  algún  precipicio;  o  acaso  la  devoraría  algún  león  de  las
                  montañas.  Sábelo  Ford.  Fue  algo  horrible.  En  aquel  entonces  me  trastornó
                  profundamente.  Más  de  lo  lógico,  lo  confieso.  Porque,  al  fin  y  al  cabo,  aquel
                  accidente hubiese podido ocurrirle a cualquiera; y, desde luego, el cuerpo social
                  persiste  aunque  sus  células  cambien.  —Pero  aquel  consuelo  hipnopédico  no
                  parecía muy eficaz.
                        Y el director se sumió en un silencio evocador.
                        —Debió  de  ser  un  golpe  terrible  para  usted  —dijo  Bernard,  casi  con
                  envidia.
                        Al oír su voz, el director se sobresaltó con una sensación de culpabilidad, y
                  recordó dónde estaba; lanzó una mirada a Bernard, y, rehuyendo la de sus ojos,
                  se sonrojó violentamente; volvió a mirarle con súbita desconfianza, herido en su
                  dignidad.
                        —No  vaya  a  pensar  —dijo—  que  sostuviera  ninguna  relación  indecorosa
                  con aquella muchacha. Nada emocional, nada excesivamente prolongado. Todo
                  fue perfectamente sano y normal. —Tendió el permiso a Bernard—. No sé por
                  qué le habré dado la lata con esta anécdota trivial. —Enfurecido consigo mismo
                  por haberle revelado un secreto tan vergonzoso, descargó su furia en Bernard.
                  Ahora  la  expresión  de  sus  ojos  era  francamente  maligna—.  Deseo  aprovechar
                  esta oportunidad, Mr. Marx —prosiguió—, para decirle que no estoy en absoluto
                  satisfecho de los informes que recibo acerca de su comportamiento en las horas
                  de  asueto.  Usted  dirá  que  esto  no  me  incumbe.  Pero  sí  me  incumbe.  Debo
                  pensar en el buen nombre de este Centro. Mis trabajadores deben hallarse por
                  encima  de  toda  sospecha,  especialmente  los  de  las  castas  altas.  Los  Alfas  son
                  condicionados  de  modo  que  no  tengan  forzosamente  que  ser  infantiles  en  su
                  comportamiento  emocional.  Razón  de  más  para  que  realicen  un  esfuerzo
                  especial para adaptarse. Su deber estriba en ser infantiles, aun en contra de sus
                  propias inclinaciones. Por esto, Mr. Max, debo dirigirle esta advertencia —la voz
                  del  director  vibraba  con  una  indignación  que  ahora  era  ya  justiciera  e
                  impersonal, viva  expresión de la desaprobación de la propia infracción de las
                  normas  del  decoro  infantil—,  si  siguen  llegando  quejas  sobre  su
                  comportamiento, solicitaré su transferencia a algún Sub-Centro, a ser posible en
                  Islandia. Buenos días.
                        Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.
                        «Esto le enseñará», se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió
                  de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el
                  pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el
                  orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación
                  e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba;
                  más  bien  constituía  para  él  un  estimulante.  Se  sentía  lo  bastante  fuerte  para
                  resistir  y  soportar  el  castigo,  lo  bastante  fuerte  hasta  para  enfrentarse  con
                  Islandia.  Y  esta  confianza  era  mayor  cuanto  que,  en  realidad,  estaba
                  íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A
                  la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una
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