Page 59 - Un-mundo-feliz-Huxley
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                        Deteniéndose  un  momento  ante  la  puerta  del  despacho  del  director,
                  Bernard  tomó  aliento  y  se  cuadró,  preparándose  para  enfrentarse  con  el
                  disgusto y la desaprobación que estaba seguro de encontrar en el interior. Luego
                  llamó y entró.
                        —Vengo  a  pedirle  su  firma  para  un  permiso,  director  —dijo  con  tanta
                  naturalidad como le fue posible…
                        Y dejó el papel encima de la mesa.
                        El director le lanzó una mirada agria. Pero en la cabecera del documento
                  aparecía el sello del Despacho del Interventor Mundial, y al pie del mismo la
                  firma  vigorosa,  de  gruesos  trazos,  de  Mustafá  Mond.  Por  consiguiente,  todo
                  estaba  en  orden.  El  director  no  podía  negarse.  Escribió  sus  iniciales  —dos
                  pálidas  letras  al  pie  de  la  firma  de  Mustafá  Mond—  y  se  disponía,  sin
                  comentarios  a  devolver  el  papel  a  Bernard,  cuando  casualmente  sus  ojos
                  captaron algo que aparecía escrito en el texto del permiso.
                        —¿Se  va  a  la  Reserva  de  Nuevo  Méjico?  —dijo.  Y  el  tono  de  su  voz,  así
                  como  la  manera  con  que  miró  a  Bernard,  expresaba  una  especie  de  asombro
                  lleno de agitación.
                        Sorprendido ante la sorpresa de su superior, Bernard asintió. Sobrevino un
                  silencio.
                        El director, frunciendo el ceño, se arrellanó en su asiento.
                        —¿Cuánto tiempo hará de ello? —dijo, más para sí mismo que dirigiéndose
                  a  Bernard—.  Veinte  años,  creo.  Casi  veinticinco.  Tendría  su  edad,  más  o
                  menos…
                        Suspiró y movió la cabeza.
                        Bernard se sentía sumamente violento. ¡Un hombre tan convencional, tan
                  escrupulosamente correcto como el director, incurrir en una incongruencia! Ello
                  le hizo sentir deseos de ocultar el rostro, de salir corriendo de la estancia. No
                  porque  hallara  nada  intrínsecamente  censurable  en  que  la  gente  hablara  del
                  pasado remoto; aquél era uno de los tantos prejuicios hipnopédicos de los que
                  Bernard  (al  menos  eso  creía  él)  se  había  librado  por  completo.  Lo  que  le
                  violentaba  era  el  hecho  de  saber  que  el  director  lo  desaprobaba…  lo
                  desaprobaba,  y,  sin  embargo,  había  incurrido  en  el  pecado  de  hacer  lo  que
                  estaba prohibido. ¿A qué compulsión interior habría obedecido? A pesar de la
                  incomodidad que experimentaba, Bernard escuchaba atentamente.
                        —Tuve  la  misma  idea  que  usted  —decía  el  director—.  Quise  echar  una
                  ojeada a los salvajes. Logré un permiso para Nuevo Méjico y fui a pasar allí mis
                  vacaciones veraniegas. Con la muchacha con la que iba a la sazón. Era una Beta-
                  Menos, y me parece —cerró un momento los ojos—, me parece que era rubia. En
                  todo  caso,  era  neumática,  particularmente  neumática;  esto  sí  lo  recuerdo.
                  Bueno, fuimos allí, vimos a los salvajes, paseamos a caballo, etc. Y después, casi
                  el último día de mi permiso… después… bueno, la chica se perdió. Habíamos ido
                  a  caballo  a  una  de  aquellas  asquerosas  montañas,  con  un  calor  horrible  y
                  opresivo, y después de comer fuimos a dormir una siesta. Al menos yo lo hice.
                  Ella debió de salir de paseo sola. En todo caso, cuando me desperté la chica no
                  estaba. Y en aquel momento estallaba una tormenta encima de nosotros, la más
                  fuerte que he visto en mi vida. Llovía a cántaros, tronaba y relampagueaba; los
                  caballos se soltaron y huyeron al galope; al intentar atraparlos, caí y me herí en
                  la rodilla, de modo que apenas podía andar. Sin embargo, empecé a buscar a la
                  chica, llamándola a gritos una y otra vez. Ni rastro de ella. Después pensé que
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