Page 56 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Es horrible, es horrible —repetía una y otra vez—. ¿Cómo puedes hablar
así? ¿Cómo puedes decir que no quieres ser una parte del cuerpo social? Al fin y
al cabo, todo el mundo trabaja para todo el mundo. No podemos prescindir de
nadie. Hasta los Epsilones…
—Sí, ya lo sé —dijo Bernard, burlonamente—. «Hasta los Epsilones son
útiles». Y yo también. ¡Ojalá no lo fuera!
Lenina se escandalizó ante aquella exclamación blasfema.
—¡Bernard! —protestó, dolida y asombrada—. ¿Cómo puedes decir esto?
—¿Cómo puedo decirlo? —repitió Bernard en otro tono, meditabundo—.
No, el verdadero problema es: ¿Por qué no puedo decirlo? O, mejor aún, puesto
que, en realidad, sé perfectamente por qué, ¿qué sensación experimentaría si
pudiera, si fuese libre, si no me hallara esclavizado por mi condicionamiento?
—Pero, Bernard, dices unas cosas horribles.
—¿Es que tú no deseas ser libre, Lenina?
—No sé qué quieres decir. Yo soy libre. Libre de divertirme cuanto quiera.
Hoy día todo el mundo es feliz.
Bernard rió.
—Sí, «hoy día todo el mundo el feliz». Eso es lo que ya les decimos a los
niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra
manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.
—No comprendo lo que quieres decir —repitió Lenina. Después,
volviéndose hacia él, imploró—: ¡Oh!, volvamos ya, Bernard. No me gusta nada
todo esto.
—¿No te gusta estar conmigo?
—Claro que sí, Bernard. Pero este lugar es horrible.
—Pensé que aquí estaríamos más… juntos, con sólo el mar y la luna por
compañía. Más juntos que entre la muchedumbre y hasta que en mi cuarto. ¿No
lo comprendes?
—No comprendo nada —dijo Lenina con decisión, determinada a
conservar intacta su incomprensión—. Nada. —Y prosiguió en otro tono—: Y lo
que menos comprendo es por qué no tomas soma cuando se te ocurren esta
clase de ideas. Si lo tomaras olvidarías todo eso. Y en lugar de sentirte
desdichado serías feliz. Muy feliz —repitió.
Y sonrió, a pesar de la confusa ansiedad que había en sus ojos, con una
expresión que pretendía ser picarona y voluptuosa.
Bernard la miró en silencio, gravemente, sin responder a aquella invitación
implícita. A los pocos segundos, Lenina apartó la vista, soltó una risita nerviosa,
se esforzó por encontrar algo que decir y no lo encontró. El silencio se prolongó.
Cuando, por fin, Bernard habló, lo hizo con voz débil y fatigada.
—De acuerdo —dijo—; regresemos.
Y pisando con fuerza el acelerador, lanzó el aparato a toda velocidad,
ganando altura, y al alcanzar los mil doscientos metros puso en marcha la hélice
propulsora. Volaron en silencio uno o dos minutos. Después, súbitamente,
Bernard empezó a reír. De una manera extraña, en opinión de Lenina; pero, aun
así, no podía negarse que era una carcajada.
—¿Te encuentras mejor? —se aventuró a preguntar.
Por toda respuesta, Bernard retiró una mano de los mandos, y, rodeándola
con un brazo, empezó a acariciarle los senos.
«Gracias a Ford —se dijo Lenina— ya está repuesto».