Page 55 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Por lo visto, para pasear por el Distrito de Los Lagos; porque esto fue lo
que Bernard propuso. Aterrizar en la cumbre de Skiddaw y pasear un par de
horas por los brezales.
—Sólo contigo, Lenina.
—Pero, Bernard, estaremos solos toda la noche.
Bernard se sonrojó y desvió la mirada.
—Quiero decir solos para poder hablar —murmuró.
—¿Hablar? Pero ¿de qué?
¡Andar y hablar! ¡Vaya extraña manera de pasar una tarde!
Al fin Lenina lo convenció, muy a regañadientes, y volaron a Amsterdam
para presenciar los cuartos de final del Campeonato Femenino de Lucha de
pesos pesados.
—Con una multitud —rezongó Bernard—. Como de costumbre.
Permaneció obstinadamente sombrío toda la tarde; no quiso hablar con los
amigos de Lenina (de los cuales se encontraron a docenas en el bar de helados
de soma, en los descansos); y a pesar de su mal humor se negó rotundamente a
aceptar el medio gramo de helado de fresa que Lenina le ofrecía con insistencia.
—Prefiero ser yo mismo —dijo Bernard—. Yo y desdichado, antes que
cualquier otro y jocundo.
—Un gramo a tiempo ahorra nueve —dijo Lenina, exhibiendo su sabiduría
hipnopédica.
Bernard apartó con impaciencia la copa que le ofrecía.
—Vamos, no pierdas los estribos —dijo Lenina—. Recuerda que un solo
centímetro cúbico cura diez sentimientos melancólicos.
—¡Calla, por Ford, de una vez! —gritó Bernard.
Lenina se encogió de hombros.
—Siempre es mejor un gramo que un terno —concluyó con dignidad.
Y se tomó el helado.
Cruzando el Canal, camino de vuelta, Bernard insistió en detener la hélice
impulsora y en permanecer suspendido sobre el mar, a unos treinta metros de
las olas. El tiempo había empeorado; se había levantado viento del Sudoeste y el
cielo aparecía nuboso.
—Mira —le ordenó Bernard.
—Lo encuentro horrible —dijo Lenina, apartándose de la ventanilla. La
horrorizó el huidizo vacío de la noche, el oleaje negro, espumoso, del mar a sus
pies, y la pálida faz de la luna, macilenta y triste entre las nubes en fuga—.
Pongamos la radio enseguida.
Lenina alargó la mano hacia el botón de mando situado en el tablero del
aparato y lo conectó al azar.
—… el cielo es azul en tu interior —cantaban dieciséis voces trémulas—, el
tiempo es siempre…
Luego un hipo, y el silencio. Bernard había cortado la corriente.
—Quiero poder mirar el mar en paz —dijo—. Con este ruido espantoso ni
siquiera se puede mirar.
—Pero ¡si es precioso! Yo no quiero mirar.
—Pues yo sí —insistió Bernard—. Me hace sentirme como si… —vaciló,
buscando palabras para expresarse—, como si fuese más yo, ¿me entiendes?
Más yo mismo, y menos como una parte de algo más. No sólo como una célula
del cuerpo social. ¿Tú no lo sientes así, Lenina?
Pero Lenina estaba llorando.