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Capítulo VI





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                        Raro, raro, raro. Éste era el veredicto de Lenina sobre Bernard Marx. Tan
                  raro, que en el curso de las siguientes semanas se había preguntado más de una
                  vez si no sería preferible cambiar de parecer en cuanto a lo de las vacaciones en
                  Nuevo México, y marcharse al Polo Norte con Benito Hoover. Lo malo era que
                  Lenina ya conocía el Polo Norte; había estado allí con George Edzel el pasado
                  verano,  y,  lo  que  era  peor,  lo  había  encontrado  sumamente  triste.  Nada  que
                  hacer  y  el  hotel  sumamente  anticuado:  sin  televisión  en  los  dormitorios,  sin
                  órgano de perfumes, sólo con un poco de música sintética infecta, y nada más
                  que  veinticinco  pistas  móviles  para  los  doscientos  huéspedes.  No,
                  decididamente no podría soportar otra visita al Polo Norte. Además, en América
                  sólo  había  estado  una  vez.  Y  en  muy  malas  condiciones.  Un  simple  fin  de
                  semana  en  Nueva  York,  en  plan  de  economías.  ¿Había  ido  con  Jean-Jacques
                  Habibullah o con Bokanovsky Jones? Ya no se acordaba. En todo caso, no tenía
                  la menor importancia. La perspectiva de volar de nuevo hacia el Oeste, y por
                  toda  una  semana,  era  muy  atractiva.  Además,  pasarían  al  menos  tres  días  en
                  una Reserva para Salvajes.  En todo  el Centro sólo media docena  de personas
                  habían  estado  en  el  interior  de  una  reserva  para  Salvajes.  En  su  calidad  de
                  psicólogo Alfa-Beta, Bernard era uno de los pocos hombres que ella conocía, que
                  podía  obtener  permiso  para  ello.  Para  Lenina,  era  aquélla  una  oportunidad
                  única.  Y,  sin  embargo,  tan  única  era  también  la  rareza  de  Bernard,  que  la
                  muchacha  había  vacilado  en  aprovecharla,  y  hasta  había  pensado  correr  el
                  riesgo de volver al Polo Norte con el simpático Benito. Cuando menos, Benito
                  era normal. En tanto que Bernard…
                        «Le pusieron alcohol en el sucedáneo». Ésta era la explicación de Fanny
                  para toda excentricidad. Pero Henry, con quien, una noche, mientras estaban
                  juntos  en  cama,  Lenina  había  discutido  apasionadamente  sobre  su  nuevo
                  amante, Henry había comparado al pobre Bernard a un rinoceronte.
                        —Es  imposible  domesticar  a  un  rinoceronte  —había  dicho  Henry  en  su
                  estilo breve y vigoroso—. Hay hombres que son casi como los rinocerontes; no
                  responden  adecuadamente  al  condicionamiento.  ¡Pobres  diablos!  Bernard  es
                  uno  de  ellos.  Afortunadamente  para  él  es  excelente  en  su  profesión.  De  lo
                  contrario,  el  director  lo  hubiese  expulsado.  Sin  embargo  —agregó,
                  consolándola—, lo considero completamente inofensivo.
                        Completamente inofensivo; sí, tal vez. Pero también muy inquietante. En
                  primer  lugar,  su  manía  de  hacerlo  todo  en  privado.  Lo  cual,  en  la  práctica,
                  significaba no hacer nada en absoluto. Porque, ¿qué podía hacerse en privado?
                  (Aparte, desde luego, de acostarse; pero no se podía pasar todo el tiempo así.)
                  Sí, ¿qué se podía hacer? Muy poca cosa. La primera tarde que salieron juntos
                  hacía un tiempo espléndido. Lenina había  sugerido un baño en el Club Rural
                  Torquay, seguido de una cena en el Oxford Union. Pero Bernard dijo que habría
                  demasiada  gente.  ¿Y  un  partido  de  Golf  Electromagnético  en  Saint  Andrews?
                  Nueva  negativa.  Bernard  consideraba  que  el  Golf  Electromagnético  era  una
                  pérdida de tiempo.
                        —Pues,  ¿para  qué  es  el  tiempo,  si  no?  —preguntó  Lenina,  un  tanto
                  asombrada.
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