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de Solidaridad. Una y otra vez, y no era ya el oído el que captaba el ritmo, sino el
                  diafragma; el quejido y estridor de aquellas armonías repetidas obsesionaba, no
                  ya la mente, sino las suspirantes entrañas de compasión.
                        El  presidente  hizo  otra  vez  la  señal  de  la  T  y  se  sentó.  El  servicio  había
                  empezado. Las tabletas de soma consagradas fueron colocadas en el centro de la
                  mesa.  La  copa  del  amor  llena  de  soma  en  forma  de  helado  de  fresa  pasó  de
                  mano  en  mano,  con  la  fórmula:  «Bebo  por  mi  aniquilación».  Luego,  con  el
                  acompañamiento  de  la  orquesta  sintética,  se  cantó  el  Primer  Himno  de
                  Solidaridad:


                                Ford, somos doce; haz de nosotros uno solo,
                                como gotas en el Río Social;
                                haz que corramos juntos, rápidos
                                como tu brillante carraca.

                        Doce  estrofas  suspirantes.  Después  la  copa  del  amor  pasó  de  mano  en
                  mano por segunda vez. Ahora la fórmula era: «Bebo por el Ser Más Grande».
                  Todos  bebieron.  La  música  sonaba,  incansable.  Los  tambores  redoblaron.  El
                  clamor  y  el  estridor  de  las  armonías  se  convertían  en  una  obsesión  en  las
                  entrañas fundidas. Cantaron el Segundo Himno de Solidaridad:

                                ¡Ven, oh Ser Más Grande, Amigo Social,
                                a aniquilar a los Doce-en-Uno!
                                Deseamos morir, porque cuando morimos nuestra
                                vida más grande apenas ha empezado.

                        Otras doce  estrofas. A la sazón el soma empezaba ya a producir  efectos.
                  Los  ojos  brillaban,  las  mejillas  ardían,  la  luz  interior  de  la  benevolencia
                  universal asomaba a todos los rostros en forma de sonrisas felices, amistosas.
                  Hasta  Bernard  se  sentía  un  poco  conmovido.  Cuando  Morgana  Rotschild  se
                  volvió y le dirigió una sonrisa radiante, él hizo lo posible por  corresponderle.
                  Pero la ceja, aquella ceja negra, única, ¡ay!, seguía existiendo. Bernard no podía
                  ignorarla; no podía, por mucho que se esforzara. Su emoción, su fusión con los
                  demás no había llegado lo bastante lejos. Tal vez si hubiese estado sentado entre
                  Fifi  y  Joanna…  Por  tercera  vez  la  copa  del  amor  hizo  la  ronda.  «Bebo  por  la
                  inminencia  de  su  Advenimiento»,  dijo  Morgana  Rotschild,  a  quien,
                  casualmente,  había  correspondido  iniciar  el  rito  circular.  Su  voz  sonó  fuerte,
                  llena de exultación. Bebió y pasó la copa a Bernard. «Bebo por la inminencia de
                  su  Advenimiento»,  repitió  éste  en  un  sincero  intento  de  sentir  que  el
                  Advenimiento  era  inminente;  pero  la  ceja  única  seguía  obsesionándole,  y  el
                  Advenimiento,  en  lo  que  a  él  se  refería,  estaba  terriblemente  lejano.  Bebió  y
                  pasó la copa a Clara Deterding. Volveré a fracasar —se dijo—. Estoy seguro. Pero
                  siguió haciendo todo lo posible por mostrar una sonrisa radiante.

                                La copa del amor había dado ya la vuelta. Levantando la mano,
                           el presidente dio una señal; el coro rompió a cantar el Tercer Himno
                           de Solidaridad:
                                ¿No sientes cómo llega el Ser Más Grande?
                                ¡Alégrate, y, al alegrarte, muere!
                                ¡Fúndete en la música de los tambores!
                                Porque yo soy tú y tú eres yo.
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