Page 52 - Un-mundo-feliz-Huxley
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A cada nuevo verso aumentaba en intensidad la excitación de las voces. El
                  presidente alargó la mano, y de pronto una Voz, una Voz fuerte y grave, más
                  musical que cualquier otra voz meramente humana, más rica, más cálida, más
                  vibrante de amor, de deseo, y de compasión, una voz maravillosa, misteriosa,
                  sobrenatural,  habló  desde  un  punto  situado  por  encima  de  sus  cabezas.
                  Lentamente, muy lentamente, dijo: «¡Oh, Ford, Ford, Ford!», en una escala que
                  descendía  y  disminuía  gradualmente.  Una  sensación  de  calor  irradió,
                  estremecedora, desde el plexo solar a todos los miembros de cada uno de los
                  cuerpos de los oyentes; las lágrimas asomaron en sus ojos; sus corazones, sus
                  entrañas,  parecían  moverse  en  su  interior,  como  dotados  de  vida  propia…
                  «¡Ford!»,  se  fundían…  «¡Ford!»,  se  disolvían…  Después,  en  otro  tono,
                  súbitamente,  provocando  un  sobresalto,  la  Voz  trompeteó:  «¡Escuchad!
                  ¡Escuchad!». Todos escucharon. Tras una pausa, la voz bajó hasta convertirse en
                  un susurro, pero un susurro en cierto modo más penetrante que el grito más
                  estentóreo.  «Los  pies  del  Ser  Más  Grande»,  prosiguió  la  Voz.  El  susurro  casi
                  expiró. «Los pies del Ser Más Grande están en la escalera». Y volvió a hacerse el
                  silencio; y la expectación, momentáneamente relajada, volvió a hacerse tensa,
                  cada vez más tensa, casi hasta el punto de desgarramiento. Los pies del Ser Más
                  Grande…  ¡Oh,  sí,  los  oían,  oían  sus  pisadas,  bajando  suavemente  la  escalera,
                  acercándose  progresivamente  por  la  invisible  escalera!  Los  pies  del  Ser  Más
                  Grande. Y, de pronto, se alcanzó el punto de desgarramiento. Con los ojos y los
                  labios abiertos, Morgana Rotschild saltó sobre sus pies.
                        —¡Lo oigo! —gritó—. ¡Lo oigo!
                        —¡Viene! —chilló Sarojini Engels.
                        —¡Sí, viene, lo oigo!
                        Fifi Bradlaugh y Tom Kawaguchi se levantaron.
                        —¡Oh, oh, oh! —exclamó Joanna.
                        —¡Viene! —exlamó Jim Bokanovsky.
                        El  presidente  se  inclinó  hacia  delante,  y,  pulsando  un  botón,  soltó  un
                  delirio de címbalos e instrumentos de metal, una fiebre de tantanes.
                        —¡Oh, ya viene! —chilló Clara Deterding—. ¡Ay!
                        Y fue como si la degollaran.
                        Comprendiendo que le tocaba el turno de hacer algo, Bernard también se
                  levantó de un salto y gritó:
                        —¡Lo oigo; ya viene!
                        Pero  no  era  verdad.  No  había  oído  nada,  y  no  creía  que  llegara  nadie.
                  Nadie, a pesar de la música, a pesar de la exaltación creciente. Pero agitó los
                  brazos  y  chilló  como  el  mejor  de  ellos;  y  cuando  los  demás  empezaron  a
                  sacudiese, a herir el suelo con los pies y arrastrarlos, los imitó debidamente.
                        Empezaron a bailar en círculo, formando una procesión, cada uno con las
                  manos  en  las  caderas  del  bailarín  que  le  precedía;  vueltas  y  más  vueltas,
                  gritando  al  unísono,  llevando  el  ritmo  de  la  música  con  los  pies  y  dando
                  palmadas  en  las  nalgas  que  estaban  delante  de  ellos.  Doce  pares  de  manos
                  palmeando, como una sola; doce traseros resonando como uno solo. Doce como
                  uno solo, doce como uno solo. «Lo oigo; lo oigo venir». La música aceleró su
                  ritmo; los pies golpeaban más deprisa, y las palmadas rítmicas se sucedían con
                  más velocidad. Y, de pronto, una voz de bajo sintético soltó como un trueno las
                  palabras  que  anunciaban  la  próxima  unión  y  la  consumación  final  de  la
                  solidaridad,  el  advenimiento  del  Doce-en-Uno,  la  encarnación  del  Ser  Más
                  Grande.  «Orgía-Porfía»  cantaba,  mientras  los  tantanes  seguían  con  su  febril
                  tabaleo.
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