Page 50 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Un jueves sí y otro no, Bernard tenía su día de Servicio y Solidaridad.
Después de cenar temprano en el Aphroditaeum (del cual Helmholtz había sido
elegido miembro de acuerdo con la Regla 2ª), se despidió de su amigo y,
llamando un taxi en la azotea, ordenó al conductor que volara hacia la Cantoría
Comunal de Fordson. El aparato ascendió unos doscientos metros, luego puso
rumbo hacia el Este, y, al dar la vuelta, apareció ante los ojos de Bernard,
gigantesca y hermosa, la Cantoría.
«¡Maldita sea, llego tarde!», exclamó Bernard para sí cuando echó una
ojeada al Big Henry, el reloj de la Cantoría. Y, en efecto, mientras pagaba el
importe de la carrera, el Big Henry dio la hora. «Ford» cantó una inmensa voz
de bajo a través de las trompetas de oro. «Ford, Ford, Ford…» nueve veces.
Bernard se dirigió corriendo hacia el ascensor.
El gran auditorium para las celebraciones del Día de Ford y otros Cantos
Comunitarios masivos se hallaba en la parte más baja del edificio. Encima de
esta sala enorme se hallaban, cien en cada planta, las siete mil salas utilizadas
por los Grupos de Solidaridad para sus servicios bisemanales. Bernard bajó al
piso treinta y tres, avanzó apresuradamente por el pasillo y se detuvo, vacilando
un instante, ante la puerta de la sala número 3.210; después, tomando una
decisión, abrió la puerta y entró.
Gracias a Ford, no era el último. Tres sillas de las doce dispuestas en torno
a una mesa circular permanecían desocupadas. Bernard se deslizó hasta la más
cercana, procurando llamar la atención lo menos posible, y disponiéndose a
mostrar un ceño fruncido a los que llegarían después.
Volviéndose hacia él, la muchacha sentada a su izquierda le preguntó:
—¿A qué has jugado esta tarde? ¿A Obstáculos o a Electromagnético?
Bernard la miró (¡Ford!, era Morgana Rotschild), y, sonrojándose, tuvo
que reconocer que no había jugado ni a lo uno ni a lo otro. Morgana le miró
asombrada. Y siguió un penoso silencio.
Después, intencionadamente, se volvió de espaldas y se dirigió al hombre
sentado a su derecha, de aspecto más deportivo.
Buen principio para un Servicio de Solidaridad, pensó Bernard,
compungido, y previó que volvería a fracasar en sus intentos de comunión con
sus compañeros. ¡Si al menos se hubiese concedido tiempo para echar una
ojeada a los reunidos, en lugar de deslizarse hasta la silla más próxima! Hubiera
podido sentarse entre Fifi Bradlaugh y Joanna Diesel. Y en lugar de hacerlo así
había tenido que sentarse precisamente al lado de Morgana. ¡Morgana! ¡Ford!
¡Aquellas cejas negras de la muchacha! ¡O aquella ceja, mejor, porque las dos se
unían encima de la nariz! ¡Ford! Y a su derecha estaba Clara Deterding. Cierto
que las cejas de Clara no se unían en una sola. Pero, realmente, era demasiado
neumática. En tanto que Fifi y Joanna estaban muy bien. Regordetas, rubias, no
demasiado altas… ¡Y aquel patán de Tom Kawaguchi había tenido la suerte de
poder sentarse entre ellas!
La última en llegar fue Sarojini Engels.
—Llega usted tarde —dijo el presidente del Grupo con severidad—. Que no
vuelva a ocurrir.
El presidente se levantó, hizo la señal de la T y, poniendo en marcha la
música sintética, dio suelta al suave e incansable redoblar de los tambores y al
coro de instrumentos —casiviento y supercuerda— que repetía con estridencia,
una y otra vez, la breve e inevitablemente pegadiza melodía del Primer Himno