Page 48 - Un-mundo-feliz-Huxley
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tinieblas exteriores. Calvin Stopes y sus Dieciséis Saxofonistas. En la fachada de
                  la  nueva  Abadía,  las  letras  gigantescas  destellaban  acogedoramente.  El  mejor
                  órgano de colores y perfumes. Toda la Música Sintética más reciente.
                        Entraron.  El  aire  parecía  cálido  y  casi  irrespirable  a  fuerza  de  olor  de
                  ámbar gris y madera de sándalo. En el techo abovedado del vestíbulo, el órgano
                  de  color  había  pintado  momentáneamente  una  puesta  de  sol  tropical.  Los
                  Dieciséis Saxofonistas tocaban una vieja canción de éxito: No hay en el mundo
                  un Frasco como mi querido Frasquito. Cuatrocientas parejas bailaban un five-
                  step sobre el suelo brillante, pulido. Lenina y Henry se sumaron pronto a los que
                  bailaban. Los saxofones maullaban como gatos melódicos bajo la luna, gemían
                  en tonos agudos, atenorados, como en plena agonía. Con gran riqueza de sones
                  armónicos, su trémulo coro ascendía hacia un clímax, cada vez más alto, más
                  fuerte, hasta que al final, con un gesto de la mano, el director daba suelta a la
                  última  nota  estruendoso  de  música  etérea  y  borraba  de  la  existencia  a  los
                  dieciséis músicos, meramente humanos. Un trueno en la bemol mayor. Luego,
                  seguía una deturgescencia gradual del sonido y de la luz, un diminuendo que se
                  deslizaba poco a poco, en cuartos de tono, bajando, bajando, hasta llegar a un
                  acorde dominante susurrado débilmente, que persistía (mientras los ritmos de
                  cinco  por  cuatro  seguían  sosteniendo  el  pulso,  por  debajo),  cargando  los
                  segundos ensombrecidos por una intensa expectación. Y, al fin, la expectación
                  llegó a su término. Se produjo un amanecer explosivo, y, simultáneamente, los
                  dieciséis rompieron a cantar:

                                ¡Frasco mío, siempre te he deseado!
                                Frasco mío, ¿por qué fui decantado?
                                El cielo es azul dentro de ti,
                                y reina siempre el buen tiempo; porque
                                no hay en el mundo ningún Frasco
                                que a mi querido Frasco pueda compararse.


                        Pero mientras seguían el ritmo, junto con las otras cuatrocientas parejas,
                  alrededor de la pista de la Abadía de Westminster, Lenina y Henry bailaban ya
                  en  otro  mundo,  el  mundo  cálido  abigarrado,  infinitamente  agradable,  de  las
                  vacaciones  del  soma.  ¡Cuán  amables,  guapos  y  divertidos  eran  todos!  ¡Frasco
                  mío, siempre te he deseado! Pero Lenina y Henry tenía ya lo que deseaban… En
                  aquel preciso momento, se hallaban dentro del frasco, a salvo, en su interior,
                  gozando del buen tiempo y del cielo perennemente azul. Y cuando, exhaustos,
                  los Dieciséis dejaron los saxofones y el aparato de Música Sintética empezó a
                  reproducir las últimas creaciones en Blues Malthusianos lentos, Lenina y Henry
                  hubieran podido ser dos embriones mellizos que girasen juntos entre las olas de
                  un océano embotellado de sucedáneo de la sangre.
                        —Buenas noches, queridos amigos. Buenas noches, queridos amigos…  —
                  Los altavoces velaban sus órdenes bajo una cortesía campechana y musical—.
                  Buenas noches, queridos amigos…
                        Obedientemente,  con  todos  los  demás,  Lenina  y  Henry  salieron  del
                  edificio. Las deprimentes estrellas habían avanzado un buen trecho en su ruta
                  celeste.  Pero  aunque  el  muro  aislante  de  los  anuncios  luminosos  se  había
                  desintegrado ya en gran parte, los dos jóvenes conservaron su feliz ignorancia
                  de la noche.
                        Ingerida media hora antes del cierre, aquella segunda dosis de soma había
                  levantado un muro impenetrable entre el mundo real y sus mentes. Metidos en
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