Page 47 - Un-mundo-feliz-Huxley
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—Todos  los  hombres  son  fisicoquímicamente  iguales  —dijo  Henry
                  sentenciosamente—.  Además,  hasta  los  Epsilones  ejecutan  servicios
                  indispensables.
                        —Hasta los Epsilones…
                        Lenina recordó súbitamente una ocasión en que, siendo todavía una niña,
                  en la escuela, se había despertado en plena noche y se había dado cuenta, por
                  primera vez, del susurro que acosaba todos sus sueños. Volvió a ver el rayo de
                  luz de luna, la hilera de camitas blancas; oyó de nuevo la voz suave, suave, que
                  decía  (las  palabras  seguían  presentes,  no  olvidadas,  inolvidables  después  de
                  tantas repeticiones nocturnas): «Todo el mundo trabaja para todo el mundo. No
                  podemos  prescindir  de  nadie.  Hasta  los  Epsilones  son  útiles.  No  podríamos
                  pasar  sin  los  Epsilones.  Todo  el  mundo  trabaja  para  todo  el  mundo.  No
                  podemos  prescindir  de  nadie…»  Lenina  recordaba  su  primera  impresión  de
                  temor y de sorpresa; sus reflexiones durante media hora de desvelo; y después,
                  bajo la influencia de aquellas repeticiones interminables, la gradual sedación de
                  la mente, la suave aproximación del sueño…
                        —Supongo que a los Epsilones no les importa ser Epsilones —dijo en voz
                  alta.
                        —Claro que no. Es imposible. Ellos no saben en qué consiste ser otra cosa.
                  A  nosotros  sí  nos  importaría,  naturalmente.  Pero  nosotros  fuimos
                  condicionados de otra manera. Además, partimos de una herencia diferente.
                        —Me  alegro  de  no  ser  una  Epsilon  —dijo  Lenina,  con  acento  de  gran
                  convicción.
                        —Y si fueses una Epsilon —dijo Henry— tu condicionamiento te induciría a
                  alegrarte igualmente de no ser una Beta o una Alfa.
                        Puso  en  marcha  la  hélice  delantera  y  dirigió  el  aparato  hacia  Londres.
                  Detrás  de  ellos,  a  poniente,  los  tonos  escarlata  y  anaranjado  casi  estaban
                  totalmente  marchitos;  una  oscura  faja  de  nubes  había  ascendido  por  el  cielo.
                  Cuando  volaban  por  encima  del  Crematorio,  el  aparato  saltó  hacia  arriba,
                  impulsado  por  la  columna  de  aire  caliente  que  surgía  de  las  chimeneas,  para
                  volver  a  bajar  bruscamente  cuando  penetró  en  la  corriente  de  aire  frío
                  inmediata.
                        —¡Maravillosa montaña rusa! —exclamó Lenina riendo complacida.
                        Pero el tono de Henry, por un momento, fue casi melancólico.
                        —¿Sabes en qué consiste esta montaña rusa? —dijo—. Es un ser humano
                  que  desaparece  definitivamente.  Esto  era  ese  chorro  de  aire  caliente.  Sería
                  curioso saber quién había sido, si hombre o mujer, Alfa o Epsilon… —Suspiró, y
                  después, con voz decididamente alegre, concluyó—: En todo caso, de una cosa
                  podemos estar seguros, fuese quien fuese, fue feliz en vida. Todo el mundo es
                  feliz, actualmente.
                        —Sí, ahora todo el mundo es feliz —repitió Lenina como un eco.
                        Habían  oído  repetir  estas  mismas  palabras  ciento  cincuenta  veces  cada
                  noche durante doce años.
                        Después de aterrizar en la azotea de la casa de apartamentos de Henry, de
                  cuarenta plantas, en Westminster, pasaron directamente al comedor. En él, en
                  alegre  y  ruidosa  compañía,  dieron  cuenta  de  una  cena  excelente.  Con  el  café
                  sirvieron soma. Lenina tomó dos tabletas de medio gramo, y Henry, tres. A las
                  nueve y veinte cruzaron la calle en dirección al recién inaugurado cabaret de la
                  Abadía de Westminster. Era una noche casi sin nubes, sin luna y estrellas; pero,
                  afortunadamente, Lenina y Henry no se dieron cuenta de este hecho más bien
                  deprimente.  Los  anuncios  luminosos,  en  efecto,  impedían  la  visión  de  las
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