Page 43 - Un-mundo-feliz-Huxley
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Perezosamente,  o  así  se  lo  pareció  a  él,  y  a  regañadientes,  los  mellizos
                  sacaron su avión a la azotea.
                        —¡Deprisa! —dijo Bernard, irritado.
                        Uno de los dos hombres lo miró. ¿Era una especie de bestial irrisión lo que
                  Bernard captó en aquellos ojos grises sin expresión?
                        —¡Deprisa! —gritó más fuerte.
                        Y en su voz sonó una desagradable ronquera.
                        Subió al avión y, un minuto después, volaba en dirección Sur, hacia el río.
                        Las diversas Oficinas de Propaganda y la Escuela de Ingeniería Emocional
                  se albergaban en un mismo edificio de sesenta plantas, en Fleet Street. En los
                  sótanos y en los pisos bajos se hallaban las prensas y las redacciones de los tres
                  grandes diarios londinenses: El Radio Horario, el periódico de las clases altas, la
                  Gazeta  Gamma,  verde  pálido,  y  El  Espejo  Delta,  impreso  en  papel  caqui  y
                  exclusivamente con palabras de una sola sílaba. Después venían las Oficinas de
                  Propaganda  por  Televisión,  por  Sensorama,  y  por  Voz  y  Música  Sintéticas,
                  respectivamente:  veintidós  pisos  de  oficinas.  Encima  de  éstos  se  hallaban  los
                  laboratorios  de  investigación  y  las  salas  almohadilladas  en  las  cuales  los
                  Escritores  de  Pistas  Sonoras  y  los  Compositores  Sintéticos  realizaban  su
                  delicada labor. Los dieciocho pisos superiores estaban ocupados por la Escuela
                  de Ingeniería Emocional.
                        Bernard aterrizó en la azotea de la Casa de la Propaganda y se apeó de su
                  aparato.
                        —Llama a Mr. Helmholtz Watson —ordenó al portero Gamma-Más— y dile
                  que Mr. Bernard Marx le espera en la azotea.
                        Se sentó y encendió un cigarrillo.
                        Helmholtz Watson estaba escribiendo cuando le llegó el mensaje.
                        —Dile que voy inmediatamente  —contestó. Y colgó  el receptor. Después,
                  volviéndose  hacia  su  secretaria,  prosiguió  en  el  mismo  tono  oficial  e
                  impersonal—: Usted se ocupará de retirar mis cosas.
                        E ignorando la luminosa sonrisa de la muchacha, se levantó y se  dirigió
                  vivamente hacia la puerta.
                        Era un hombre corpulento, de pecho abombado, espaldas anchas, macizo,
                  y,  sin  embargo,  rápido  en  sus  movimientos,  ágil,  flexible.  La  fuerte  y  bien
                  redondeada columna de su cuello sostenía una cabeza muy bien formada. Tenía
                  los cabellos negros y rizados, y los rasgos faciales muy marcados. Su apostura
                  era  agresiva,  enfática;  era  guapo,  y,  como  su  secretaria  nunca  se  cansaba  de
                  repetir, era, centímetro a centímetro, el prototipo de Alfa-Más. Profesor en la
                  Escuela de Ingeniería Emocional (Departamento de Escritura), en los intervalos
                  de sus actividades profesorales ejercía como Ingeniero de Emociones. Escribía
                  regularmente para El  Radio Horario, componía guiones para el Sensorama,  y
                  tenía un certero instinto para los slogans y las aleluyas hipnopédicas.
                        «Competente», era el veredicto de sus superiores. Y, moviendo la cabeza y
                  bajando significativamente la voz, añadían: «Quizá demasiado competente».
                        Sí, un tanto demasiado; tenían razón. Un exceso mental había producido
                  en Helmholtz Watson efectos muy similares a los que en Bernard Marx eran el
                  resultado de un defecto físico. Su inferioridad ósea y muscular había aislado a
                  Bernard  de  sus  semejantes,  y  aquella  sensación  de  «separación»,  que  era,  en
                  relación con los standards normales, un exceso mental, se convirtió a su vez en
                  causa de una separación más acusada.
                        Lo que hacía a Helmholtz tan incómodamente consciente de su propio yo y
                  de su soledad era su desmedida capacidad. Lo que los dos hombres tenían en
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