Page 44 - Un-mundo-feliz-Huxley
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común era el conocimiento de que eran individuos. Pero en tanto que la
deficiencia física de Bernard había producido en él, durante toda su vida,
aquella conciencia de ser diferente, Helmholtz Watson no se había dado cuenta
hasta fecha muy reciente de su superioridad mental y de su consiguiente
diferenciación con respecto a la gente que le rodeaba. Aquel campeón de pelota
sobre pista móvil, aquel amante infatigable (se decía que había tenido
seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años), aquel
admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo, había
comprendido súbitamente que el deporte, las mujeres y las actividades
comunales se hallaban, en lo que a él se refería, únicamente en segundo
término. En el fondo le interesaba otra cosa. Pero ¿qué? Éste era el problema
que Bernard había ido a discutir con él, o, mejor, puesto que Helmholtz llevaba
siempre todo el peso de la conversación, a escuchar cómo, una vez más, lo
discutía su amigo.
Tres muchachas encantadoras de la Oficina de Propaganda mediante la
Voz Sintética le cortaron el paso cuando salió del ascensor.
—Querido Helmholtz, ven con nosotras a una cena campestre en Exmoor.
—No, no.
Lo rodeaban, implorándole. Pero Helmholtz movió la cabeza y se abrió
paso.
—No, no.
—No invitamos a ningún otro hombre.
Pero Helmholtz no se dejó convencer ni siquiera por esta deliciosa
perspectiva.
—No —repitió—. Tengo que hacer.
Y siguió avanzando resueltamente. Las muchachas lo siguieron. Y hasta
que hubo subido al avión de Bernard no abandonaron la persecución. Y no sin
reproches.
—¡Esas mujeres! —exclamó, al tiempo que el aparato ascendía en los
aires—. ¡Esas mujeres! —Movió la cabeza y frunció el ceño—. ¡Son terribles!
Bernard, hipócritamente, se mostró de acuerdo, aunque en el fondo no
hubiese deseado otra cosa que poder tener tantas amigas como Helmholtz y con
idéntica facilidad. De pronto, se sintió impulsado a vanagloriarse.
—Me llevaré a Lenina Crowne a Nuevo Méjico conmigo —dijo en un tono
que quería aparecer indiferente.
—¿Sí? —dijo Helmholtz, sin el menor interés. Y, tras una breve pausa,
prosiguió—: Desde hace una o dos semanas he dejado los comités y las
muchachas. No puedes imaginarte el alboroto que ello ha producido en la
Escuela. Y, sin embargo, creo que ha merecido la pena. Los efectos… —Vaciló—.
Bueno, son curiosos, muy curiosos.
Una deficiencia física puede producir una especie de exceso mental. Al
parecer, el proceso era reversible. Un exceso mental podía producir, en bien de
sus propios fines, la voluntaria ceguera y sordera de la soledad deliberada, la
impotencia artificial del ascetismo.
El resto del breve vuelo transcurrió en silencio. Cuando llegaron y se
hubieron acomodado en los divanes neumáticos de la habitación de Bernard,
Helmholtz reanudó su disquisición.
Hablando muy lentamente, preguntó:
—¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti había algo que
sólo esperaba que le dieras una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie