Page 42 - Un-mundo-feliz-Huxley
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                        Bernard  cruzó  la  azotea  con  los  ojos  bajos  casi  todo  el  tiempo,  o
                  desviándolos  inmediatamente  si  por  azar  tropezaban  con  alguna  criatura
                  humana. Era como un hombre perseguido, pero perseguido por enemigos que
                  no deseaba ver, porque sabía que los vería todavía más hostiles de lo que había
                  supuesto, lo que le haría sentirse más culpable y más irremediablemente solo.
                        «¡Ese  antipático  de  Benito  Hoover!».  Y,  sin  embargo,  el  muchacho  no
                  había tenido mala intención. Lo cual, en cierta manera, empeoraba aún más las
                  cosas. Los que le querían bien se comportaban lo mismo que los que le querían
                  mal.  Hasta  Lenina  le  hacía  sufrir.  Bernard  recordaba  aquellas  semanas  de
                  tímida indecisión, durante las cuales había esperado, deseado o desesperado de
                  tener jamás el valor suficiente para declarársele. ¿Se atrevería a correr el riesgo
                  de ser humillado por una negativa despectiva? Pero si Lenina le decía que sí,
                  ¡qué éxtasis el suyo! Bien, ahora Lenina ya le había dado el sí, y, sin embargo,
                  Bernard  seguía  sintiéndose  desdichado,  desdichado  porque  Lenina  había
                  juzgado  que  aquella  tarde  era  estupenda  para  jugar  al  Golf  de  Obstáculos,
                  porque  se  había  alejado  corriendo  para  reunirse  con  Henry  Foster,  porque  lo
                  había considerado a él divertido por el hecho de no querer discutir sus asuntos
                  más  íntimos  en  público.  En  suma,  desdichado  porque  Lenina  se  había
                  comportado  como  cualquier  muchacha  inglesa  sana  y  virtuosa  debía
                  comportarse, y no de otra manera anormal.
                        Bernard abrió la puerta de  su cobertizo y llamó a una pareja de  ociosos
                  ayudantes Delta-Menos para que sacaran su aparato de la azotea. El personal de
                  los  cobertizos  pertenecía  a  un  mismo  Grupo  Bokanovski,  y  los  hombres  eran
                  mellizos,  igualmente  bajos,  morenos  y  feos.  Bernard  les  dio  las  órdenes
                  pertinentes en el tono áspero, arrogante y hasta ofensivo de quien no se siente
                  demasiado seguro de su superioridad. Para Bernard, tener tratos con miembros
                  de  castas  inferiores,  resultaba  siempre  una  experiencia  sumamente  dolorosa.
                  Por la causa que fuera (y las murmuraciones acerca de la mezcla de alcohol en
                  su  dosis  de  sucedáneo  de  sangre  probablemente  eran  ciertas,  porque  un
                  accidente siempre es posible), el físico de Bernard apenas era un poco mejor que
                  el del promedio de Gammas. Era ocho centímetros más bajo que el patrón Alfa,
                  y  proporcionalmente  menos  corpulento.  El  contacto  con  los  miembros  de  las
                  castas inferiores le recordaba siempre dolorosamente su insuficiencia física. «Yo
                  soy yo, y desearía no serlo». La conciencia que tenía de sí mismo era muy aguda
                  y dolorosa. Cada vez que se descubría a sí mismo mirando horizontalmente y no
                  de arriba abajo a la cara de un Delta, se sentía humillado. ¿Le trataría aquel ser
                  con  el  respeto  debido  a  su  casta?  La  incógnita  lo  atormentaba.  No  sin  razón.
                  Porque  los  Gammas,  los  Deltas  y  los  Epsilones  habían  sido  condicionados  de
                  modo que asociaran la masa corporal con la superioridad social. De hecho, un
                  débil prejuicio hipnopédico en favor de las personas voluminosas era universal.
                  De ahí las risas de las mujeres a las cuales hacía proposiciones, y las bromas de
                  sus iguales entre los hombres. Las burlas le hacían sentirse como un forastero;
                  y, sintiéndose como un forastero, se comportaba como tal, cosa que aumentaba
                  el desprecio y la hostilidad que suscitaban sus defectos físicos. Lo cual, a su vez,
                  acrecentaba  su  sensación  de  soledad  y  extranjería.  Un  temor  crónico  a  ser
                  desairado  le  inducía  a  eludir  la  compañía  de  sus  iguales,  y  a  mostrarse
                  excesivamente consciente de su dignidad en cuanto se refería a sus inferiores.
                  ¡Cuán amargamente envidiaba a hombres como Henry Foster y Benito Hoover!
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