Page 139 - Un-mundo-feliz-Huxley
P. 139

la derecha, y el zumbido fue interrumpido por una serie de silbidos y chasquidos
                  estetoscópicos.
                        —Al habla —dijo, por el micrófono—, al habla, al habla…
                        Súbitamente sonó un timbre en el interior de su sombrero.
                        —¿Eres  tú,  Edzel?  Primo  Mellon  al  habla.  Sí,  lo  he  pescado.  Ahora  Mr.
                  Salvaje cogerá el micrófono y pronunciará unas palabras. Por favor, Mr. Salvaje.
                  —Miró  a  John  y  le  dirigió  otra  de  sus  melifluas  sonrisas—.  Diga  solamente  a
                  nuestros lectores por qué ha venido aquí. Qué le indujo a marcharse de Londres
                  (¡al habla, Edzel!) tan precipitadamente. Y dígales también algo, naturalmente,
                  del látigo. —El Salvaje tuvo un sobresalto. ¿Cómo se habían enterado de lo del
                  látigo?  Todos  estamos  deseosos  de  saber  algo  de  ese  látigo.  Díganos  también
                  algo  acerca  de  la  Civilización.  Ya  sabe.  «Lo  que  yo  opino  de  la  muchacha
                  civilizada». Sólo unas palabras…
                        El  Salvaje  obedeció  con  desconcertante  exactitud.  Sólo  pronunció  cinco
                  palabras,  ni  una  sola  más;  cinco  palabras,  las  mismas  que  habían  dicho  a
                  Bernard a propósito del Archichantre Comunal de Canterbury.
                        —Háni!, sons éso tse-ná!
                        Y  agarrando  al  periodista  por  los  hombros,  le  hizo  dar  media  vuelta  (el
                  joven se reveló apetitosamente provisto de materia carnosa en el trasero), tomó
                  puntería y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un
                  puntapié prodigioso.
                        Ocho minutos más tarde, una nueva edición de El Radio Horario aparecía
                  en  las  calles  de  Londres.  «Un  periodista  de  El  Radio  Horario  recibe  de  Mr.
                  Salvaje  un  puntapié  en  el  coxis»,  decía  el  titular  de  la  primera  página.
                  «Sensación en Surrey».
                        «Y  sensación  en  Londres,  también»,  pensó  el  periodista  a  su  vuelta,
                  cuando  leyó  estas  palabras.  Y,  lo  que  era  peor,  una  sensación  muy  dolorosa.
                  Tuvo que tomar asiento con mucha cautela a la hora de almorzar.
                        Sin  dejarse  amedrentar  por  la  contusión  preventiva  en  el  coxis  de  su
                  colega,  otros  cuatro  periodistas,  enviados  por  el  Times  de  Nueva  York,  El
                  Continuo de Cuatro Dimensiones de Francfort, El Monitor Científico Fordiano y
                  El Espejo Delta visitaron aquella tarde el faro y fueron recibidos con progresiva
                  violencia.
                        Desde una distancia prudencial, y frotándose todavía las doloridas nalgas,
                  el periodista de El Monitor Científico Fordiano gritó:
                        —¡Pedazo de tonto! ¿Por qué no toma un poco de soma?
                        —¡Fuera de aquí! —contestó el Salvaje.
                        El otro se alejó unos pasos y se volvió.
                        —El mal se convierte en algo irreal con un par de gramos.
                        —Kohakwa iyathtokyai!
                        —El dolor es una ilusión.
                        —¿Ah, sí? —dijo el Salvaje.
                        Y sujetando una gruesa vara avanzó un paso.
                        El  enviado  de  El  Monitor  Científico  Fordiano  echó  a  correr  hacia  su
                  helicóptero.
                        A partir de aquel momento el Salvaje gozó de paz por un tiempo. Llegaron
                  unos cuantos helicópteros que volaron por encima de la torre, inquisitivamente.
                  John disparó una flecha contra el que más se había acercado. La flecha traspasó
                  el suelo de aluminio de la cabina; se oyó un agudo gemido, y el aparato ascendió
                  como un cohete con toda la rapidez que el motor logró imprimirle. Los demás,
                  desde aquel momento, mantuvieron respetuosamente las distancias. Sin hacer
   134   135   136   137   138   139   140   141   142   143   144