Page 138 - Un-mundo-feliz-Huxley
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ella, los odiosos mellizos que pululaban como gusanos alrededor de su lecho de
muerte, profanando con su sola presencia, no sólo el dolor y el remordimiento
del propio John, sino a los mismos dioses. Había jurado recordar, había jurado
reparar incesantemente. Y allá estaba, trabajando en su arco, y cantando, así, tal
como suena, cantando… Entró en el faro, abrió el bote de mostaza y puso a
hervir agua en el fuego.
Media hora después, tres campesinos Delta-Menos de uno de los Grupos
de Bokanovsky de Puttenham se dirigían en camión hacia Elstead, y, desde lo
alto de la colina, quedaron asombrados al ver a un joven de pie en el exterior del
faro abandonado, desnudo hasta la cintura y azotándose a sí mismo con un
látigo de cuerdas de nudos. La espalda del joven aparecía cruzada
horizontalmente por rayas escarlata, y entre surco y surco discurrían hilillos de
sangre. El conductor del camión detuvo el vehículo a un lado de la carretera, y,
junto con sus dos compañeros, se quedó mirando boquiabierto aquel
espectáculo extraordinario. Uno, dos, tres… Contaron los azotes. Después del
octavo latigazo, el joven interrumpió su castigo, corrió hasta el borde del bosque
y allá vomitó violentamente. Luego volvió a coger el látigo y siguió azotándose:
nueve, diez, once, doce…
—¡Ford! —murmuró el conductor.
Y los mellizos fueron de la misma opinión.
—¡Reford! —dijeron.
Tres días más tarde, como los búhos a la vista de una carroña, llegaron los
periodistas.
Secado y endurecido al fuego lento de leña verde, el arco ya estaba listo. El
Salvaje trabajaba afanosamente en sus flechas. Había cortado y secado treinta
varas de avellano, y las había guarnecido en la punta con aguzados clavos
firmemente sujetos. Una noche había efectuado una incursión a la granja
avícola de Puttenham y ahora tenía plumas suficientes para equipar a todo un
ejército. Estaba empeñado en la tarea de acoplar las plumas a las flechas cuando
el primer periodista lo encontró. Silenciosamente, calzado con sus zapatos
neumáticos, el hombre se le acercó por detrás.
—Buenos días, Mr. Salvaje —dijo—. Soy el enviado de El Radio Horario.
Como mordido por una serpiente, el Salvaje saltó sobre sus pies,
desparramando en todas direcciones las plumas, el bote de cola y el pincel.
—Perdón —dijo el periodista, sinceramente compungido—. No tenía
intención… —se tocó el sombrero, el sombrero de copa de aluminio en el que
llevaba el receptor y el transmisor telegráfico—. Perdone que no me descubra —
dijo—. Este sombrero es un poco pesado. Bien, como le decía, me envía El
Radio…
—¿Qué quiere? —preguntó el Salvaje, ceñudo.
—Bueno, como es natural, a nuestros lectores les interesaría muchísimo…
—Ladeó la cabeza y su sonrisa adquirió un matiz, casi, de coquetería—. Sólo
unas pocas palabras de usted, Mr. Salvaje.
Y rápidamente, con una serie de ademanes rituales, desenrolló dos cables
conectados a la batería que llevaba en torno de la cintura; los enchufó
simultáneamente a ambos lados de su sombrero de aluminio; tocó un resorte de
la cúspide del mismo y una antena se disparó en el aire; tocó otro resorte del
borde del ala, y, como un muñeco de muelles, saltó un pequeño micrófono que
se quedó colgando estremeciéndose, a unos quince centímetros de su nariz; se
bajó hasta las orejas un par de auriculares, pulsó un botón situado en el lado
izquierdo del sombrero, que produjo un débil zumbido, hizo girar otro botón de