Page 143 - Un-mundo-feliz-Huxley
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movieron;  debía  de  decir  algo;  pero  el  sonido  de  su  voz  era  ahogado  por  los
                  gritos rítmicos de los curiosos, que seguían vociferando su estribillo.
                        —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
                        La muchacha se llevó ambas manos al costado izquierdo, y en su rostro de
                  muñeca, aterciopelado como un melocotón, apareció una extraña expresión de
                  dolor y ansiedad. Sus ojos azules parecieron aumentar de tamaño y brillar más
                  intensamente;  y,  de  pronto,  dos  lágrimas  rodaron  por  sus  mejillas.  Volvió  a
                  hablar, inaudiblemente; después, con un gesto rápido y apasionado, tendió los
                  brazos hacia el Salvaje y avanzó un paso.
                        —¡El lá-ti-go! ¡El Látigo!
                        Y, de pronto, los curiosos consiguieron lo que tanto deseaban.
                        —¡Ramera!
                        El  Salvaje  había  corrido  al  encuentro  de  la  muchacha  como  un  loco.
                  «¡Zorra!»,  había  gritado,  como  un  loco,  y  empezó  a  azotarla  con  su  látigo  de
                  cuerdas de nudos.
                        Aterrorizada,  la  joven  se  había  vuelto,  disponiéndose  a  huir,  pero  había
                  tropezado y caído al suelo.
                        —¡Henry, Henry! —gritó.
                        Pero  su  atezado  compañero  se  había  ocultado  detrás  del  helicóptero,
                  poniéndose a salvo.
                        Con un rugido de excitación y delicia, la línea se quebró y se produjo una
                  carrera  convergente  hacia  el  centro  magnético  de  atracción.  El  dolor  es  un
                  horror que fascina.
                        —¡Quema, lujuria, quema!
                        —¡Oh, la carne!
                        El  Salvaje  rechinó  los  dientes.  Esta  vez  el  látigo  cayó  sobre  sus  propios
                  hombros.
                        —¡Muera! ¡Muera!
                        Arrastrados por la fascinación del horror que produce el espectáculo del
                  dolor, e impelidos íntimamente por el hábito de cooperación, por el deseo de
                  unanimidad y comunión que su condicionamiento había hecho arraigar en ellos,
                  los curiosos empezaron a imitar el frenesí de los gestos del Salvaje, golpeándose
                  unos  a  otros  cada  vez  que  éste  azotaba  su  propia  carne  rebelde  o  aquella
                  regordeta encarnación de la torpeza carnal que se retorcía sobre la maleza, a sus
                  pies.
                        —¡Muera, muera, muera! —seguía gritando el Salvaje.
                        Después, de pronto, alguien empezó a cantar: «Orgía-Porfía», y al cabo de
                  un instante todos repetían el estribillo y, cantando, habían empezado a bailar.
                  Orgía-Porfía, vueltas y más vueltas, pegándose unos a otros al compás de seis
                  por ocho. Orgía-Porfía…
                        Era más de medianoche cuando el último helicóptero despegó. Obnubilado
                  por el soma, y agotado por el prolongado frenesí de sensualidad, el Salvaje yacía
                  durmiendo  sobre  los  brezos.  El  sol  estaba  muy  alto  cuando  despertó.
                  Permaneció echado un momento, parpadeando a la luz, como un mochuelo, sin
                  comprender; después, de pronto, lo recordó todo.
                        Se cubrió los ojos con una mano.
                        Aquella tarde el enjambre de helicópteros que llegó zumbando a través de
                  Hog’s Back formaba una densa nube de diez kilómetros de longitud.
                        —¡Salvaje! —llamaron los primeros en llegar—. ¡Mr. Salvaje!
                        No hubo respuesta.
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