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El Salvaje se encogió de hombros.
                        —A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
                        Desde  Guildford,  la  línea  descendente  seguía  el  valle  de  Wey  hasta
                  Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia
                  Haslemere  y  Portsmouth  a  través  de  Petersfield.  Casi  paralela  a  la  misma,  la
                  línea  ascendente  pasaba  por  encima  de  Worplesdon,  Tongham,  Puttenham,
                  Elstead  y  Grayshott.  Entre  Hog’s  Back  y  Hindhead  había  puntos  en  que  la
                  distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La
                  distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche
                  y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes.
                  Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos
                  pocos  kilómetros  hacia  el  Oeste.  Entre  Grayshott  y  Tongham,  cuatro faros  de
                  aviación  abandonados  señalaban  el  curso  de  la  antigua  ruta  Portsmouth-
                  Londres.
                        El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la
                  colina  entre  Puttenham  y  Elstead.  El  edificio  era  de  cemento  armado  y  se
                  hallaba  en  excelentes  condiciones;  casi  demasiado  cómodo,  había  pensado  el
                  Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso
                  y  civilizado.  Tranquilizó  su  conciencia  prometiéndose  compensar  tales
                  inconvenientes  con  una  autodisciplina  más  dura,  con  purificaciones  más
                  completas  y  totales.  Pasó  su  primera  noche  en  el  eremitorio  sin  conciliar  el
                  sueño,  a  propósito.  Permaneció  horas  enteras  rezando,  ora  al  Cielo  al  que  el
                  culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús
                  y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría
                  los  brazos  en  cruz,  y  los  mantenía  así  largo  rato,  soportando  un  dolor  que
                  gradualmente  aumentaba  hasta  convertirse  en  una  agonía  trémula  y
                  atormentadora;  los  mantenía  así,  en  crucifixión  voluntaria,  mientras  con  los
                  dientes apretados, y  el rostro empapado en  sudor, repetía: «¡Oh,  perdóname!
                  ¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!», una y otra vez, hasta que estaba a punto
                  de desmayarse de dolor.
                        Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a
                  habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoría de las
                  ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la
                  misma  razón  por  la  cual  había  elegido  el  faro  se  había  trocado  casi
                  inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido
                  vivir  allá  porque  la  vista  era  tan  hermosa,  porque,  desde  su  punto  de
                  observación  tan  ventajoso,  le  parecía  contemplar  la  encarnación  de  un  ser
                  divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante de la
                  belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir
                  en  una  sucia  pocilga,  en  un  sombrío  agujero  bajo  tierra.  Con  los  miembros
                  rígidos  y  doloridos  todavía  por  la  pasada  noche  de  sufrimiento,  y  fortalecido
                  interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre
                  y  contempló  el  brillante  mundo  del  amanecer  en  el  que  volvía  a  habitar  por
                  derecho propio, recién reconquistado.
                        En el valle que separaba Hog’s Back de la colina arenosa en la cima de la
                  cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve
                  pisos,  con  silos,  una  granja  avícola,  y  una  pequeña  fábrica  de  Vitamina  D.  Al
                  otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de
                  brazales en dirección a un rosario de lagunas.
                        Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre
                  de  catorce  pisos  de  Elstead.  Borrosas,  en  el  brumoso  aire  inglés,  Hindhead  y
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