Page 136 - Un-mundo-feliz-Huxley
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El Salvaje se encogió de hombros.
—A cualquier sitio. No me importa. Con tal de poder estar solo.
Desde Guildford, la línea descendente seguía el valle de Wey hasta
Godalming y después, pasando por encima de Mildford y Witley, seguía hacia
Haslemere y Portsmouth a través de Petersfield. Casi paralela a la misma, la
línea ascendente pasaba por encima de Worplesdon, Tongham, Puttenham,
Elstead y Grayshott. Entre Hog’s Back y Hindhead había puntos en que la
distancia entre ambas líneas no era superior a los cinco o seis kilómetros. La
distancia no era suficiente para los pilotos poco cuidadosos, sobre todo de noche
y cuando habían tomado medio gramo de más. Se habían producido accidentes.
Y graves. En consecuencia, habían decidido desplazar la línea ascendente unos
pocos kilómetros hacia el Oeste. Entre Grayshott y Tongham, cuatro faros de
aviación abandonados señalaban el curso de la antigua ruta Portsmouth-
Londres.
El Salvaje había elegido como ermita el viejo faro situado en la cima de la
colina entre Puttenham y Elstead. El edificio era de cemento armado y se
hallaba en excelentes condiciones; casi demasiado cómodo, había pensado el
Salvaje cuando había explorado el lugar por primera vez, casi demasiado lujoso
y civilizado. Tranquilizó su conciencia prometiéndose compensar tales
inconvenientes con una autodisciplina más dura, con purificaciones más
completas y totales. Pasó su primera noche en el eremitorio sin conciliar el
sueño, a propósito. Permaneció horas enteras rezando, ora al Cielo al que el
culpable Claudio había pedido perdón, ora a Awonawilona, en zuñí, ora a Jesús
y Poukong, ora a su propio animal guardián, el águila. De vez en cuando abría
los brazos en cruz, y los mantenía así largo rato, soportando un dolor que
gradualmente aumentaba hasta convertirse en una agonía trémula y
atormentadora; los mantenía así, en crucifixión voluntaria, mientras con los
dientes apretados, y el rostro empapado en sudor, repetía: «¡Oh, perdóname!
¡Hazme puro! ¡Ayúdame a ser bueno!», una y otra vez, hasta que estaba a punto
de desmayarse de dolor.
Cuando llegó la mañana, el Salvaje sintió que se había ganado el derecho a
habitar el faro; sí, a pesar de que todavía había cristales en la mayoría de las
ventanas, y a pesar de que la vista, desde la plataforma, era preciosa. Porque la
misma razón por la cual había elegido el faro se había trocado casi
inmediatamente en una razón para marcharse a otra parte. John había decidido
vivir allá porque la vista era tan hermosa, porque, desde su punto de
observación tan ventajoso, le parecía contemplar la encarnación de un ser
divino. Pero ¿quién era él para gozarse con la visión cotidiana constante de la
belleza? ¿Quién era él para vivir en la visible presencia de Dios? Él merecía vivir
en una sucia pocilga, en un sombrío agujero bajo tierra. Con los miembros
rígidos y doloridos todavía por la pasada noche de sufrimiento, y fortalecido
interiormente por esta misma razón, el Salvaje subió a la plataforma de su torre
y contempló el brillante mundo del amanecer en el que volvía a habitar por
derecho propio, recién reconquistado.
En el valle que separaba Hog’s Back de la colina arenosa en la cima de la
cual se levantaba el faro, se hallaba Puttenham, un modesto edificio de nueve
pisos, con silos, una granja avícola, y una pequeña fábrica de Vitamina D. Al
otro lado del faro, al Sur, el terreno descendía en largas pendientes cubiertas de
brazales en dirección a un rosario de lagunas.
Más allá de estas lagunas, por encima de los bosques, se levantaba la torre
de catorce pisos de Elstead. Borrosas, en el brumoso aire inglés, Hindhead y