Page 141 - Un-mundo-feliz-Huxley
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breve momento de pausa, el agudo canto de una alondra; deseó que el Salvaje se
volviera para poder tomar un buen primer plano de la sangre en su espalda… y
casi inmediatamente (¡vaya suerte!) el complaciente muchacho se volvió, y el
fotógrafo pudo tomar a la perfección la vista que deseaba.
«¡Bueno, ha sido estupendo! —se dijo, cuando todo hubo acabado—. ¡De
primera calidad!». Se secó el rostro empapado en sudor. Cuando en los estudios
le hubiesen añadido los efectos táctiles, resultaría una película perfecta. Casi tan
buena, pensó Darwin Bonaparte, como La vida amorosa del cachalote. ¡Lo cual,
por Ford, no era poco decir!
Doce días más tarde, El Salvaje de Surrey se había estrenado ya y podía
verse, oírse y palparse en todos los palacios de sensorama de primera categoría
de la Europa occidental.
El efecto del film de Darwin Bonaparte fue inmediato y enorme. La tarde
que siguió a la noche del estreno, la rústica soledad de John fue interrumpida
bruscamente por la llegada de un vasto enjambre de helicópteros.
John estaba cavando en su huerto; y cavando también en su propia mente,
revolviendo la sustancia de sus pensamientos. La muerte… E hincaba su azada
una y otra vez… «Y todos nuestros ayeres han iluminado para los necios el
camino hacia la polvorienta muerte». Un trueno convincente rugía a través de
estas palabras. John levantó una palada de tierra. ¿Por qué había muerto Linda?
¿Por qué la había dejado perder progresivamente su condición humana, y al
fin…? El Salvaje sintió un escalofrío… Y al fin se había convertido en… «una
buena carroña para besar…» Apoyó el pie en el borde de la pala y la hincó
profundamente en el suelo. «Somos para los dioses como moscas en manos de
chiquillos caprichosos; nos matan como en un juego». Otro trueno; palabras
que por sí mismas se proclamaban verdaderas; más verdaderas, en cierto modo,
que la misma verdad. Y, sin embargo, el mismo Gloucester los había llamado
«dioses eternamente amables». Además, «el mejor de los descansos es el sueño;
y tú a menudo lo buscas; sin embargo, temes torpemente la muerte, que es la
misma cosa».
Lo que había sido un zumbido por encima de su cabeza se convirtió en un
rugido; y, de pronto, John se encontró a la sombra. Algo se había interpuesto
entre el sol y él. Sobresaltado, levantó los ojos de su tarea y de sus
pensamientos; levantó los ojos como deslumbrado, con la mente vagando
todavía por aquel otro mundo de palabras más verdaderas que la misma verdad,
concentrada todavía en las inmensidades de la muerte y la divinidad; levantó los
ojos y vio, encima de él, muy cerca, el enjambre de aparatos voladores. Llegaron
como una plaga de langostas, permanecieron suspendidos en el aire y, al fin, se
posaron sobre los brezales, a su alrededor. De los vientres de aquellas langostas
gigantescas surgían hombres con pantalones blancos de franela de viscosa, y
mujeres (porque hacía calor) en pijama de shantung de acetato, o pantalones
cortos de velvetón y blusas sin mangas, muy escotadas… Una pareja de cada
aparato. En pocos minutos había docenas de ellos, de pie, formando un
espacioso círculo alrededor del faro mirando, riendo, disparando sus cámaras
fotográficas, arrojándole (como a un mono) cacahuetes, paquetes de goma de
mascar de hormona sexual, galletitas panglandulares. Y constantemente —
porque ahora la corriente de tráfico fluía incesante por encima de Hog’s Back—
su número iba en aumento. Como en una pesadilla, las docenas se convirtieron
en veintenas, y las veintenas en centenares.
El Salvaje se había retirado buscando cobijo, y ahora, en la actitud de un
animal acorralado, permanecía de pie, de espaldas al muro del faro, mirando