Page 142 - Un-mundo-feliz-Huxley
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aquellas  caras  con  expresión  de  mudo  horror  como  un  hombre  que  hubiese
                  perdido el juicio.
                        El impacto en su mejilla de un paquete de chicle bien dirigido lo sacó de su
                  estupor para devolverle a la realidad. Un dolor agudo, y despertó del todo, en
                  una explosión de ira.
                        —¡Fuera! —gritó.
                        El mono había hablado; estallaron risas.
                        —¡Viva el buen Salvaje! ¡Viva! ¡Viva!
                        Y entre aquella babel de gritos, John oyó:
                        —¡El látigo, el látigo, el látigo!
                        Obedeciendo  a  la  sugestión  de  la  palabra,  John  descolgó  el  atajo  de
                  cuerdas de nudos de su clavo, detrás de la puerta, y lo agitó, como amenazando
                  a sus verdugos.
                        Brotó un clamor de irónico entusiasmo.
                        John avanzó amenazadoramente hacia ellos. Una mujer chilló asustada. La
                  línea  de  mirones  osciló  en  el  punto  amenazado  más  inmediatamente,  pero
                  recobró la rigidez y aguantó firme. La conciencia de contar con la superioridad
                  numérica  prestaba  a  aquellos  mirones  un  valor  que  el  Salvaje  no  se  había
                  supuesto.
                        —¿Por qué no me dejáis en paz?
                        En su ira había un leve matiz quejumbroso.
                        —¿Quieres  unas  almendras  saladas  al  magnesio?  —dijo  el  hombre  que,
                  caso  de  que  el  Salvaje  siguiera  avanzando,  había  de  ser  el  primero  en  ser
                  atacado.  Y  agitó  una  bolsita—.  Son  estupendas,  ¿sabes?  —agregó,  con  una
                  sonrisa propiciatoria y algo nerviosa—. Y las sales de magnesio te mantendrán
                  joven.
                        —¿Qué  queréis  de  mí?  —preguntó,  volviéndose  de  un  rostro  sonriente  a
                  otro—. ¿Qué queréis de mí?
                        —¡El  látigo!  —contestó  un  centenar  de  voces,  confusamente—.  Haz  el
                  número del látigo. Queremos ver el número del látigo.
                        Entonces  un  grupo  situado  a  un  extremo  de  la  línea  empezó  a  gritar  al
                  unísono y rítmicamente:
                        —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
                        —¡El lá-ti-go! ¡El lá-ti-go!
                        Gritaban todos a la vez; y, embriagados por el ruido, por la unanimidad,
                  por  la  sensación  de  comunión  rítmica,  daban  la  impresión  de  que  hubiesen
                  podido seguir gritando así durante horas enteras, casi indefinidamente. Pero a
                  la  vigésimo  quinta  repetición  se  produjo  una  súbita  interrupción.  Otro
                  helicóptero  procedente  de  la  dirección  de  Hog’s  Back,  permaneció  unos
                  segundos inmóvil sobre la multitud y luego aterrizó a pocos metros de donde se
                  encontraba de pie el Salvaje, en el espacio abierto entre la hilera de mirones y el
                  faro.  El  rugido  de  las  hélices  ahogó  momentáneamente  el  griterío;  después,
                  cuando el  aparato tocó tierra y los motores enmudecieron, los gritos de: «¡El
                  látigo! ¡El látigo!». Se reanudaron, fuertes, insistentes, monótonos.
                        La puerta del helicóptero se abrió, y de él se apearon un joven rubio, de
                  rostro atezado, y después una muchacha que llevaba pantalones cortos de pana
                  verde, blusa blanca y gorrito de jockey.
                        Al ver a la muchacha, el Salvaje se sobresaltó, retrocedió, y su rostro se
                  cubrió de súbita palidez.
                        La  muchacha  se  quedó  mirándole,  sonriéndole  con  una  sonrisa  incierta,
                  implorante, casi abyecta. Pasaron unos segundos. Los labios de la muchacha se
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